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jueves, 6 de febrero de 2014

Tener criterio no es sinónimo de ser optimista

Una de las frases más culpógenas -si no es que se trata de una de las peores maldiciones- es la de "alguna vez serás padre y entonces lo comprenderás". Mi madre me lanzó tantas veces ese dardo que quedé inmune... hasta que me llegó la paternidad. Sólo entonces caía en la cuenta de que más que una amenaza, aquella era una advertencia a la par que consejo: hay cosas que uno las puede entender solo hasta que tiene la oportunidad de vivirlas.

Si de frases se trata, tengo una, inspirada en la anterior, que hace tiempo que me está rondando: "alguna vez serás profesor y entonces lo comprenderás". Esto puede sonar como una babosada pero no lo es. Un salón de clases es un pequeño teatro en el siempre se  monta una obra de teatro que siempre se parece a la del día anterior, pero que jamás es igual a ella. Cuando fui estudiante de preparatoria y la universidad me tocó ser espectador y disfrutar del sufrimiento que representaba para algunos de mis profesores -actores principales del montaje- preguntas como:

1.- ¿Existían hoteles de lujo en la Roma antigua?
2.- ¿Mao Tsetung es el nombre de una dinastia?
3.- ¿Neta que no hay que matar a las ovejas para trasquilarlas? 
4.- ¿Los sirevos de un feudo podían entrar al bosque del señor para cazar mariposas?

A mi me daba gracia ver la cara que ponían los maestros y sus intentos, muy mal disimulados, para no llamar imbéciles a quienes preguntaban tales tonterías y, en cambio, contestar de manera respetuosa. Me daba gracia, también, porque como entonces siempre me las daba de listo, decía "si yo fuera el profesor, a est@ yo l@ hubiera sacado del salón por pendej@".

Si dejera que la vida fue la que me dio la oportunidad de ponerme a prueba sobre lo anterior, mentiría vilmente. Fui yo quien decidió entrar al quite de la docencia sin tener consciencia de que con ello me estaba poniendo a prueba y de que el karma no es una leyenda urbana (sé que en este momento varios pensarán: "¿Y ahora quién es el pendejo?).

Así, dejé de ser el espectador de la obra de teatro para ser su actor y aprender que la frase "nadie aprende en cabeza ajena" es tan lapidaria como verídica. Pronto me vi acosado con preguntas mucho peores que las que arriba escribí. las primeras veces tardaba en responder pues dudaba entre tener un arrebato de honestidad o limitarme a responder. Siempre opté, y he optado, por la segunda opción. Fue entonces cuando comprendí que esos profesores eran auténticas figuras del estoicismo en el salón de clases, mártires de la docencia y sufridas víctimas de la ignorancia juvenil. Yo, en cambio, era un vil cínico que prefería guardarse sus opiniones antes que perder el empleo.

Con el tiempo adquirí el criterio suficiente para entender que hay estudiantes que hacen ese tipo de preguntas porque son víctimas de la ignorancia, muchas veces a su pesar, pero que al mismo tiempo evidencian su deseo de aprender. Para ell@s mi respeto.

Quiero aclarar que mí conversión no fue al estilo bíblico y que después de ella vi en todos mis alumnos amor y bondad. Como dije, adqurí criterio, pero no me volví un optimista de "full time". Empecé a desarrollar una aversión, a veces muy notoria pese a mis esfuerzos, por aquell@s estudiantes que además de ignorantes son pereozos@s, que asumen que la chamba de uno es entretenerles y hacer que aprendan pese a ell@s mism@s. A esta banda la tengo muy bien identificada porque siempre enseña el cobre de la misma forma: por su actitud.

Hay un caso que me llama la atención por ser la encarnación de la mexicanísima frase "qué huevos tan azules". Se trata de una persona que cada dos por tres interrumpía la clase con una frase "A ver, a ver. Ya me perdí" y tenía la "virtud" de enrevesar lo que yo había explicado durante los últimos cinco minutos y de hundir en el caos al resto de sus compañeros. En cambio, mostraba una especial diposición para cuestionar y tildar de ilegal (¿?) e injusto cualquier cambio que implicara hacer más tarea, realizar una labor extraordinaria o sacrificar un par de horas para adelantar una clase. Gracias a esta persona entendí a lo que se refirió Benito Juárez cuando dijo aquellos de que "para mis amigos la interpretación de la ley, para mis enemigos la ley". Confieso que en ese sentido, soy un juarista de pies a cabeza.

domingo, 19 de agosto de 2012

Entre los hot cakes y la escuela


Hoy por la mañana desayuné unos sabrosísimos "hot cakes" caseros. Es una tradición que poco ha poco se ha ido instituyendo en casa desde hace poco menos de dos meses y por insistencia de mi hija. 

Los de hoy pintaban para ser un completo desastre. Como los preparé aún medio dormido, mezclé los ingredientes con tal desorden que ni aunque lo hubiera querido hacer a propósito lo habría hecho tan mal. Dicen que en matemáticas el orden de los factores no altera el producto..., pero en la cocina esta axioma no aplica.

Finalmente quedó todo en un susto. De hecho, los "hot cakes" tenían buena pinta, consistencia y, más importante aún, sabor. De hecho, fue esto último lo que me conmovió pues me hizo recordar mi infancia pues después de masticar el primer trozo supe que sabían igual a los que mi madre preparaba.

Ella era una aficionada consumada a los "hot cakes". El vicio, porque hubo un tiempo en el que realmente lo fue, lo adquirió en España con un platillo similar que se llama "tortitas" (más pequeñas y acompañadas con nata montada y miel de maple), si bien aquí encontró la gloria con esa especie de "tortitas" tamaño gigante.

Y vaya que si los "hot cakes" obraban milagros en ella. Tardó muchos años en animarse a cocinar, pero eso sí, cuando se trataba de este platillo, le perdía la animadversión a la cocina y no paraba de trabajar hasta que salía con una fuente llena de esta delicia.

Recuerdo que me encantaba cenarlos (así nos las gastamos en mi familia). Mamá y yo nos bajábamos a la sala para untarles la mantquellia, chorrearlos con miel de maple y partirlos en trozos irregulares. Mientras los devorábamos, veíamos la tele (casi siempre nos tocaba la serie "Mi bella genio") y platicábamos de tontería y media. La verdad es que nos la pasábamos muy bien.

Con el tiempo perdimos esta tradición, lo que no fue malo pues poco a poco a mi mamá le dio por entrarle a la cocina. Tenía buena mano para hacer la comida y esta le quedaba bien, salvo cuando le daba por innovar el repertorio culinario. Entonces ahí si a temblar pues se trataba de una especie de ruleta rusa en donde había las mismas posibilidades que le quedaran buenísimos o de terror. ¡Esas eran sorpresas y no tonterías!

Ahora que el día ha pasado, creo que había algo más que la comida y sus sabores. Hoy es la noche previa a la entrada de los niños a la escuela. Para mi era la peor de las noches, era saber que en unas cuantas horas viviría en carne propia la peor de las pesadilla. Y mi mamá lo sabía, tanto así que al acostarme me decía al oído que me quedara tranquilo pues ella sabía que me iba a ir muy bien. Jamás dejó de repetírmelo cada vez que yo tenía que iniciar un ciclo...

domingo, 24 de julio de 2011

Las vacaciones

Escribo estas líneas víctima del catarro y de las quemaduras del sol mientras mis vacaciones agonizan. Fueron dos semanas que, aunque no estuvieron exentas de labores que realizar, implicaron al menos no poner un sólo pie en el trabajo y salir de la ciudad por cuatro días.
Debo reconocer que en estas lides de vacacionar he ido mejorando poco a poco desde que era niño, aunque reconozco que aún me queda mucho por mejorar. Me siguen jodiendo lo mismo los lugares muy concurridos que una almohada muy alta o un colchón demasiado blando. Insisto, he mejorado, pero reconozco que existen cosas que jamás modificaré.
Cuando era niño, viajar, particularmente a Acapulco, me representaba una dolorosa experiencia que apenas se veía compensada con la posibilidad de nadar en la alberca y en el mar. Mi primer problema era la comida. Pocas cosas me gustaban, así que mi dieta era muy escasa y poco variada. La leche no la probaba, al igual que el pescado, la carne y los frijoles; no así, el pollo, los refrescos y los helados que me proveían de los nutrientes necesarios.

Lo curioso es que esta dieta tan pobre era la causante de mi segundo problema: el estreñimiento. Podía pasarme días sin ir al baño y estar muy campante. Lástima que mi madre no pensara así. Ella se preocupaba mucho por mí situación, le llamaba a mí padre a la Ciudad de México y siempre terminaban recetándome el mismo remedio: un supositorio que hacía las veces de purgante. ¡Vaya injusticia! ¡Vaya sufrimiento! Existiendo otros remedios solubles o en tabletas, ¿por qué recurrir a un medio tan intrusivo?

En estos viajes también conocí el insomnio. Muchas noches caía noqueado en la cama para abrir el ojo en la madrugada y no cerralo sino horas después. Esos momentos los sufría mucho porque empezaba a extrañar mí cama -mí casa- y me sentía como un reo purgando cadena perpetua pues no podía ni encendar la luz ni la tele.

Con los años, y al hacer el recuento de los daños, reconozco que había cosas muy buenas. Mi madre me daba una libertad, que dudo ser capaz de dársela a mi hija, para ir y venir del hotel a la playa y de la playa al hotel; además, era muy paciente pues me consentía todos mis caprichos y nunca me jeringaba con el tema de la comida. De igual forma, mi padre solía alcanzarnos el viernes por la tarde para regresar todos juntos el domingo. Me emocionaba muchísimo verlo llegar al hotel porque eso significaba que íbamos a compartir un buen tiempo echándonos clavados y jugando en el agua, que me iba a llevar al cine (lo que nunca hacía en la Ciudad de México) y que me iba a dar un paseo nocturno en su coche antesde irnos a dormir.

En fin, el tiempo pasa, uno cambia, los sufrimientos y alegrías del pasado se convcierten en recuerdos, pero las vacaciones siempre estarán ahí...


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domingo, 2 de agosto de 2009

Memorias : Cuando tenía 6 años (III y final)

Con seis años recién cumplidos, y según el poco entender que entonces tenía, Gijón era uno de los lugares más bizarros que uno podía hallar en el mundo.

Yo era un consumado observador de caricaturas en México, un devoto seguidor de la programación infantil de los canales 5 y 8 (que años más tarde se convertiría en el 9) que disfrutaba con "Meteoro", "Los Picapiedra", "Los supersónicos", "Leoncio y Tristón", "Ahí viene Cascarrabias" y otras series de las que, tristemente, me vi privado en mi estancia en tan distante tierra. De no haber sido porque descubrí "Heidi" hubiera sucumbido entre programas folclóricos, el "Telediario", las películas dobladas la "Uri Gellermanía" y los cortes informativos en los que se daba cuenta del estado de salud del agonizante Francisco Franco (que moríría el 20 noviembre de ses mismo año, a los pocos meses de haber regresado a México... ¡lástima!).

Mayor desilusión me causó saber que el sistema escolar español se había coludido en mi contra para que no pudiera jugar con mis primos. Y es que desde meses atrás, mi madre me venía aplicando un lavado de cerebro para que dejara a un lado mi espíritu huraño y osco durante el viaje y socilizara con Nacho y Susana (un abrazo y beso para ellos). Finalmente se salió con la suya, pero lo que jamás me dijo es que en la España del generalísimo, los estudiantes en España iban por la mañana y por la tarde a la escuela, de ahí que sólo pudiera jugar con ellos los fines de semana. A reserva de la frsutración que me produjo, saqué dos aprendizajes esenciales de ella que: que mi madre era una experta en lavados de cerebro y que debía estar enormemente agradecido a la Revolución Mexicana por haberme dado un sistema educativo que demandana mi presencia en el colegio hasta las 2 de la tarde.

Nada de lo anterior me alucinó tanto cómo la transformación que sufrió la calle en la que vivíamos (Santa Justa) en un par de horas. Vale la pena señalar que el trazado urbanístico de Gijón se caracteriza -y son varios los arquitectos que así me lo han hecho saber- por ser más que malo, de tal suerte que no son pocos quienes creen que fue producto de las malas artes de los vecinos de Oviedo y no de las décadas de improvisaciones... El caso es que una de las peculiaridades del Gijón de entonces era la de que bastaba que lloviera un poco para que las alcantarillas sufrieran una invcreíble metamorfosis y se transformaran en fuentes que lanzaban gruesos y pestilentes borbotones de agua.

Apenas dos horas bastaron para que la tranquila calle de Santa Justa se transformara en el canal de una Venecia blasfema y sidrera en la que las góndolas se improvisaban con cámaras de llanta atadas a tablones de madera y los esculturales gondoleros dejaban su lugar a Monchu, el dueño del taller mecánico de enfrente, y a sus muchachos, quienes no paraban de llevar gente de la improvisada orilla a sus portales, mientras que los que tuvieron la fortuna de quedarse en su departamento, abrían las ventanas y discutían a grito pelado para determinar la magnitud de la inundación, que, según recuerdo, fue de las peorcitas que habían sufrido en los últimos años.

Con la presente, termino las entregas de mi primer viaje a España que son, en esencia, un agradecimiento público que extiendo mi madre, artífice del periplo que pobremente he descrito en esta trilogía, como un regalo por su cumpleaños, que acaba de ser el día de ayer, 1° de agosto. ¡Muchas felicidades, mamá!

lunes, 13 de julio de 2009

Memorias : Cuando tenía 6 años (II)

De mi estancia en Gijón hay varios recuerdos, más de los que creía tener cuando empecé a escribir la primera parte de esta memoria, que me vienen a la mente. Pero en esta ocasión , y por razones que se sabrán más adelante, quiero hablar de dos personas que marcaron gratamente mi visita a esta bella ciudad española.

El primero fue Luis Canal, "tío Luis" para los sobrinos. Era soltero y cuidaba de la tía Asún (hermana de mi bisabuela) en una casa en lo que entonces eran las afueras de Gijón y en donde hoy se levanta un monstruoso -en tamaño y estética- centro comercial. Dado que mi abuelo materno había muerto antes de que yo naciera y el paterno cuando tenía cuatro años, el tío Luis hizo las veces de mi "güelu". Recuerdo que lo visitaba continuamente y me la pasaba de maravilla con él. En el pequeño jardín de su casa, y con su siempre cálida compañía, conocí "les madreñes" (zapatos de madera que se usan para dar de comer a los cerdos en el lodo) y los renacuajos (que recogíamos del pozo de la casa), jugué a las carreras de caracoles y al tiro con un arco que fabricó con una rama verde. Nunca más volví a sentir lo que sentía cuando estaba a su lado.

Después de ese viaje nunca más le volví a ver pues poco años más tarde murió de cáncer. Mientras agonizaba, mi madre marchó a España para verlo. Sin que yo estuviera al tanto de la gravedad de su estado, le rogué que me llevara con ella para ir a ver al tío Luis pero, como es de suponer, ella se negó a tal petición porque él quiso que me quedara con el recuerdo de cuando estaba sano. La suya fue la primera muerte que me realmente me dolió.

Sin embargo, con los años me enteré un poco más de su vida y, lejos de sentirme defraudado, lo quise más. Era republicano, lo que nos llebaban con paciencia sus hermanas Mari (mi abuela) y Eladia; mujeriego, bebedor, poco afecto al trabajo pero, eso si, muy dado a devorar libros, a hablar sin pelos en la lengua y a amar a sus seres queridos, que no eran necesariamente a su familia.

La otra persona que me marcó entonces fue el tío Celso Canal o Celsín, para distinguirlo de su padre. Recuerdo con detalle el día que lo conocí. Era poco antes de la comida y mi mamá y yo regresábamos a casa de la tía Eladia Caminábamos hacia la cocina cuando alguien saltó, quedó delante de nosotros y nos dijo con voz gutural: ¡quietos ahí! Era un tipo alto, vestido de militar y con esos lentes que hoy están de nueva cuenta de moda. Mi madre gritó pero yo ni siquiera pude hacerlo por el susto. A continuación empezó a partirse de la risa mientras mi madre le echaba una bronca fenomenal y yo temblabla.

Era primo de mi madre. Entonces estaba haciendo la mili, o servicio militar, y había aprovechado el día libre para ir a Gijón, verla a ella y conocerme a mi. Me acuerdo que ese día se quedó a comer con nosotros y que, a menera de postre, y sin la anuencia de mi madre, me dio un paseo por toda la ciudad en su moto. ¡Vaya experiencia para un niño de seis años!

Un dato interesante, y que habla mucho de él, es la historia detrás de esa moto. Para comprarla, trabajó un verano completo en Suiza como bracero, algo loable de no haber sido porque se marchó sin siquiera avisar a sus padres. Lo más admirable es que regresó a casa tan campechano, como si nada hubiera sucedido. Me pongo de pie, si señor, pues eso es tener huevos.

La última vez que lo vi fue en 1989, cuando fui a pasar unos días al hotel que administraba en la playa de La Franca; si bien por mi madre estaba al tanto de su vida, de una vida que pese a haberse hecho un poco más formal (gracias a un matrimonio y tres hijos), no estaba libre de esa impronta suya generosa en locuras y genialidades. Hace cinco años su hermano Carlos me dijo que había comprado un terreno, edificado por sí mismo y sin ayuda un establo. y que estaba pensando dedicarse a eso. Genio y figura.

Lamentablemente hoy me enteré que Celsín murió el sábado 11 de julio en un accidente de moto. La esquela dice que fue en El Mazu. Ignoro dónde carajos quede el lugar ni tampoco quiero saberlo. Más allá de ser familia, reconozco que con él se ha ido también una parte de todos nosotros, de aquellos que lo conocimos y disfrutramos con sus bromas, disparates y ocurrencias.

Dentro de la desgracia que su muerte representa para todos, encuentro consuelo al pensar que ahora mi madre ya tiene con quien pasárselo en grande y que, estén donde estén Celsín y ella, ambos habitan un espacio que, sin lugar a dudas, se ha vuelto más ameno, divertido y excitante desde el sábado pasado.