domingo, 24 de julio de 2011

Las vacaciones

Escribo estas líneas víctima del catarro y de las quemaduras del sol mientras mis vacaciones agonizan. Fueron dos semanas que, aunque no estuvieron exentas de labores que realizar, implicaron al menos no poner un sólo pie en el trabajo y salir de la ciudad por cuatro días.
Debo reconocer que en estas lides de vacacionar he ido mejorando poco a poco desde que era niño, aunque reconozco que aún me queda mucho por mejorar. Me siguen jodiendo lo mismo los lugares muy concurridos que una almohada muy alta o un colchón demasiado blando. Insisto, he mejorado, pero reconozco que existen cosas que jamás modificaré.
Cuando era niño, viajar, particularmente a Acapulco, me representaba una dolorosa experiencia que apenas se veía compensada con la posibilidad de nadar en la alberca y en el mar. Mi primer problema era la comida. Pocas cosas me gustaban, así que mi dieta era muy escasa y poco variada. La leche no la probaba, al igual que el pescado, la carne y los frijoles; no así, el pollo, los refrescos y los helados que me proveían de los nutrientes necesarios.

Lo curioso es que esta dieta tan pobre era la causante de mi segundo problema: el estreñimiento. Podía pasarme días sin ir al baño y estar muy campante. Lástima que mi madre no pensara así. Ella se preocupaba mucho por mí situación, le llamaba a mí padre a la Ciudad de México y siempre terminaban recetándome el mismo remedio: un supositorio que hacía las veces de purgante. ¡Vaya injusticia! ¡Vaya sufrimiento! Existiendo otros remedios solubles o en tabletas, ¿por qué recurrir a un medio tan intrusivo?

En estos viajes también conocí el insomnio. Muchas noches caía noqueado en la cama para abrir el ojo en la madrugada y no cerralo sino horas después. Esos momentos los sufría mucho porque empezaba a extrañar mí cama -mí casa- y me sentía como un reo purgando cadena perpetua pues no podía ni encendar la luz ni la tele.

Con los años, y al hacer el recuento de los daños, reconozco que había cosas muy buenas. Mi madre me daba una libertad, que dudo ser capaz de dársela a mi hija, para ir y venir del hotel a la playa y de la playa al hotel; además, era muy paciente pues me consentía todos mis caprichos y nunca me jeringaba con el tema de la comida. De igual forma, mi padre solía alcanzarnos el viernes por la tarde para regresar todos juntos el domingo. Me emocionaba muchísimo verlo llegar al hotel porque eso significaba que íbamos a compartir un buen tiempo echándonos clavados y jugando en el agua, que me iba a llevar al cine (lo que nunca hacía en la Ciudad de México) y que me iba a dar un paseo nocturno en su coche antesde irnos a dormir.

En fin, el tiempo pasa, uno cambia, los sufrimientos y alegrías del pasado se convcierten en recuerdos, pero las vacaciones siempre estarán ahí...


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