martes, 29 de mayo de 2012

Los años los ochenta: la televisión

No sé si sea la mejor década de todas, la que más haya aportado a la música o la que más innovó en la moda, pero lo cierto es que la de los ochenta ha sido de las décadas más divertidas en mi vida.

Inicié los años ochenta cursando la primaria y los terminé en el tercer año de la carrera, es decir, fue un tiempo en el que transité del fin de la infancia a los últimos estertores de la adolescencia; en consecuencia, mis recuerdos ochenteros más lúcidos inician entre 1984 y 1985.

Este fue el tiempo en el que todos nos quejábamos de la televisión abierta (muy pocos contaban con el servicio de televisión de paga, cuya señal venía directamente de Estados Unidos), pero la verdad es que no nos la pasábamos tan mal. Nos fastidiaba que cada 1° de septiembre todos los canales pasaran el informe presidencial, que las series llegaran con años luz de retaso a nuestros televisores y que se siguieran transmitiendo una y otra vez los programas de antaño.

Lo cierto es que el panorama no era tan malo. Veíamos "Los Picapiedra", "Don Gato y su Pandilla", "Heidi",  "El Túnel del Tiempo", "Mi bella genio"... no porque quisiéramos presumir que habíamos visto todos los capítulos, más bien porque habíamos crecido con ellos y nos recordaban nuestra infancia. Presenciamos también la llegada de nuevas series sin saber que se convertirían en los primeros clásicos de nuestra generación, tal fue el caso de "Candy, Candy", "Lula Bell", el lacrimoso "Remi", "Los felinos cósmicos", "Mazinger Z", "Voltron", "los verdaderos cazafantasmas". Aunque no lo confesáramos por considerar que eran cosas de niños, todos veíamos estas series y estábamos al tanto de lo que ocurría en cada epidosio.

Dado que ya éramos unos púberes hechos y derechos, algunos tuvimos la oportunidad de ver la "televisión de adultos", que entonces protagonizaba una rivalidad de lo más interesante entre las series "Flacon Crest" y "Dallas" (que, dicho sea de paso, su remake está siendo transmitido en estos días). Pese a las diferencias de forma, ambas tenían el mismo fondo pues fueron las primeras en tener ciertas cargas de contenido sexual (nada que ver con lo que hoy vemos). Aunque menos "explícitas", aunque por ello no menos interesantes, eran las series de médicos como la de "Quincy M. E.", que narraba las aventuras de un médico forense que se comportaba como policía. De igual forma, veíamos la "Dimensión Desconocida" para aterrarnos con algunos capítulos (La abuela), reírnos con otros (Trato con el diablo) y alucinarnos con unos pocos (Bola baja).

Pero tal vez lo que más atrajo nuestra atención como televidentes fueron los videos musicales. Por primera vez veíamos escenificadas las canciones de moda en cortos de no más de cuatro minutos capaces de narrar  de principio a fin historias que, además, no siempre tenían un final feliz (algo típico de la generación X, dirá mas de uno). No fueron pocos los sábados por la noche que me quedaba delante del televisor para ver el programa "Video éxitos", la única posibilidad de escuchar y ver los nuevos videos en la televisión abierta. Claro está que conforme los avances tecnológicos se fueron integrando, la experiencia fue algo más que alucinante, tal como lo ponen en evidencia los videos (hoy ampliamente superados, claro está) Take on me, de AHA, y Money for nothing, de Dire Straits.

El tiempo ha pasado y siento que lo que acabo de escribir corresponde casi a la prehistoria de la televisión en México...

domingo, 20 de mayo de 2012

Los enanos del campamento...



En los años que cursé la secundaria y la preparatoria la tradición era asistir a los campamentos que se organizaban el Tultenango, primero, y en Camohmila, después. Como ya lo escribí anteriormente, aunque no era un entusiasta de ellos, fui a la mayoría.

Una de las cosas buenas que siempre encontré en ellos era la libertad que teníamos para agruparnos, de tal manera que siempre quedaba con mis amigos. Nuestra cabaña o cuarto, según fuera el caso, se caracterizaba por ser aburrida, tranquila y tener "mucho temor de Dios". Dicho de otra forma, teníamos un perfil más que bajo.

De día me la pasaba muy bien, participando -voluntariamente a fuerzas- en actividades cuya finalidad, de eso estoy seguro, era más cansarnos que divertirnos. Nos traían de arriba a abajo, nos obligaban a correr sin cesar, a ensuciaros como auténticos puercos y comíamos como cosacos para reponer la energía gastada. Por las tardes, cuando ya estábamos más que atarantados, nos daban una charla sobre alcoholismo, drogadicción o sexualidad. 

Mi problema eran las noches, particularmente la última. La primera era genial pues prendíamos una fogata que me parecía inmensa, nos sentábamos alrededor de ella para cantar, contar historias de pseudoterror y observar un cielo que de tantas estrellas me hipnotizaba. La última noche, en cambio, no la podía soportar. Se montaba un show de talentos que era voluntario, al que seguían dos horas discotequeras en la que bailar no era una opción, era una obligación sin importar que uno tuviera dos "pies izquierdos", flojera o miedillo; todos ellos defectos que yo reunía entonces.

Sobre el tema añadiré que el último campamento al que asistí tomó un giro bastante cruel pero que tuvo un final inesperado. Nos perdonaron la discoteca a cambio de un concurso en el que cada cuarto debía presentar un show en el que todos sus ocupantes estaban obligados a participar. El grupo ganador tendría puntos extra en la materia que cada miembro deseara.

El cambio nos cayó como balde de agua fría. El tiempo pasaba y no se nos ocurría nada que quisiéramos hacer o al menos nos atreviéramos a hacer. Faltaba un poco menos de una media hora cuando un compañero -Mauricio- tuvo una ocurrencia. ¿Por qué no nos disfrazábamos de enanos? Después de que nos explicó la idea, resultó que no eran tan mala. Todos participábamos, pero no todos aparecíamos. El compañero que daba la cara se abrochaba una camisa de manga larga al revés (la parte de los botones iba por la espalda) pasaba sus manos por unos shorts y las metía en unos zapatos para simular las piernas del enano, en tanto que otro se ponía detrás del él (quedaba tapado) y metía sus brazos en la camisa para hacer las veces de las manos del enano. Otra ventaja de este ejercicio es que como resultaba tan estrafalario a la vista, no se necesitaba un guión para entretener.

Fuimos el último grupo en aparecer. Éramos cinco enanos que comentaban sus problemas con el alcohol (¿adivinen cuál había sido el tema de la charla de esa tarde) que arracaron muchísimas risas por su pinta tan bizarra, por la descoordinación de sus brazos y por la estupideces que decían sin parar. Llegó el momento que hasta nosotros no pudimos contenernos y soltamos las risotadas. La verdad es que fue una ocasión genial y no porque ganamos, sino porque fue la primera vez que disfruté a tope la última noche del campamento...