martes, 15 de diciembre de 2009

La última y nos vamos

El año se acaba y este es mi último post hasta el 2010. He de confesar que espero con ansiedad las doce campanadas para echarle la última palada y enterrarlo en lo más profundo de ese cementerio que es el pasado.

El 2009 fue de contrastes. Inició de manera prometedora, con muchos sueños, proyectos interesantes, la llegada a los cuarenta años de vida y, más importante aún, algunas certezas sobre la existencia. Entonces me preguntaba, más como curiosidad que como reto, si realmente habría algo que pudiera salir mal. Lamentablemente el destino pareció malinterpretar un curioseo simple con un desafío y se ensañó conmigo -me queda claro que por hocicón- como nunca antes lo había hecho, llevando mis errores y omisiones hasta sus últimas consecuencias y echándome, además, carretadas de mierda encima.

Febrero fue el mes, 11 el día. A partir de entonces el 2009 se transformó en un tiempo de muertes, de pérdidas en vida, de luto, de mentiras y verdades a medias, de frustraciones, de desengaños, de incertidumbre, de obsesiones sobre los tiempos pretéritos, de estrecheces y, maldita sea, de triunfos que no pude saborear cabalmente por ese deje de amargura que me acompaña desde entonces. Ha sido como estar en una montaña rusa en la que las cuestas son pronunciadas y se ascienden lentamente, las bajadas son vertiginosas, y antes de recuperar el aliento, el recorrido reinicia por enésima ocasión. Uno jamás se acostumbra a ello.

Resulta particularmente difícil llegar a este momento en la vida y darte cuenta de que la gente, así como la existencia, no son cómo las concebías; que en el fondo sigues siendo el mismo zoquete de 11 ó 22 años que no veía venir las cosas hasta que ya era demasiado tarde. Nuevos fantasmas aparecen en tu vida, te aferras al pasado mientras te atormentas con pensamientos que te creías incapaz de tener, maquinas historias descabelladas, descubres que hay momentos en los que la frontera entre el bien y el mal es tan tenue que terminan por confundirse y confundirte, y comprendes, por último, que todo en esta vida es cambio y que no puedes hacer nada para detenerlo, mucho menos para evitarlo.

Ahora que agoniza, quiero creer que el presente ha sido un año de ajuste de cuentas kármico, un momento de quiebre que marcará el inicio de algo nuevo -que aún no soy capaz siquiera de vislumbrar-, una lección aprendida en carne propia de la frase "el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional", al tiempo que una oportunidad para "despertar"finalmente.

Si, este año es el peor y más doloroso en mi vida. Reconozco que no he sido la mejor de las compañías y que no he tenido empacho en fastidiar con mi amargura y enojo a quienes me rodean. Por ello quiero disculparme con los que me han tenido que soportar día tras días a lo largo del 2009 dentro y fuera del trabajo y agradecer infinitamente a l@s amig@s que con su mera compañía, y sin saberlo, fueron una fuente de alivio; tambien a l@s que me prestaron incondicionalmente su hombro para desahogar la ira y la rabía que me embargaban y llorar de desconsuelo a mitad de la noche y cuando más nebuloso veía el panorama.

Quiero reconocer en especial la labor realizada por Decs y Alejandro Prieto pues gracias a su ejemplo, siempre involuntario, he abierto los ojos y comprendido que no hay que buscarle sentido a todo, que el amor se manifiesta de formas tan extrañas que a veces resulta incomprensible y hasta doloroso, que ninguno de nosotros es en realidad indispensable en esta vida y que el de la felicidad es un camino con muchos trayectos que se deben recorrer individualmente y de adentro hacia afuera...

viernes, 4 de diciembre de 2009

Esa curiosa manía que es escribir

La semana pasada terminó el curso y dio inicio el tiempo de exámenes. En esta ocasión, pedí como trabajo final a mis alumnos de tercero un ensayo sobre algún tema que fuera de su interés. Si bien las calificaciones no fueron destacadas, lo cierto es que el resultado superó mis espectativas. Y así se los hice saber en la última clase del semestre, animándoles tanbién a que siguieran escribiendo.

Debo confesar que mi experiencia con la escritura fue bastante tardía. De adolescente me gustaba leer, pero nunca fui de esos que se dedicaran a escribir historias, mucho menos poemas donde volcar todos mis anhelos, amores y frustraciones... ¡qué flojera!

Al entrar a estudiar historia no tuve más opción que empezar a escribir pues era de cajón que en cada materia nos solicitaran un trabajo individual para evaluarnos. Fue entonces cuando descubrí uno de los grandes problemas de la escritura: el gusto del lector. Así, en más de un semestre sucedió que mientras a un profesor le agradaba mi forma de escribir, a otro le desagradaba.

Recuerdo con especial gusto los problemas que mi estilo generó en el seminario de titulación que compartí con compañeros de maestría y doctorado. Valentina Torres, profesora de la carrera y lectora de mi tesis, se quejó amargamente de éste por estar lleno de gongorismos (¡pobre Góngora!) y "amablemente" a corregirlo. Claro está que de pendejo compré esa basura y creí que era un discapacitado para hilar con claridad más de tres palabras.

Pocos años después, leí el periódico entre clase y clase caudo me topé con un anuncio que me llamó la atención. Una editorial solicitaba escritores de libros de texto para preparatoria, entre ellos uno de historia. Consideré que más que un anuncio, aquella era una oportunidad de exorcizar ese antiguo fantasma de la escritura. Las cosas se fueron dando y en cuestión de tres años apareció mi "primer hijo": Historia de México.

Aunque la experiencia fue gratificante, no me satisfizo del todo pues tenía la sensación de que se podía tratar de un simple chiripazo, de un garbanzo de a libra. Pronto se me presentó la oportunidad de corroborar si ese sentimineto era real o no al entrar a trabajar al Institiuto Nacional de Bellas Artes. Mi labor ahí se limitaba a escribir: discursos, ruedas de prensa, prólogos, conferencias o cualquier tipo de texto relacionado con el arte.

Fueron casi seis años de práctica en los que aprendí a escribir gracias a los montones de textos que había que despechar y a la ayuda de mis dos grandes zenzeis: Jaime Vázquez y Daniel Leyva, así como de Saúl Juárez, director general, quien con sus párrafos tachados y acompañados de las míticas leyendas "cambiar" y "no me gusta" me obligó a aprender el bello arte de la improvisación literaria.

Salí del Instituto, entre otras cosas, porque ya estaba cansado de escribir casi lo mismo por tanto tiempo. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que descubriera que el mío ya era un vicio, que tenía la necesidad de escribir y sentir de nueva cuenta esa sensación liberadora que da el golpeteo del teclado y el placer que produce ver la letra impresa.

Aún hoy sigo sintiendo el miedillo de siempre de encontrarme delante de la hoja en blanco, pero ahora lo disfruto porque he entendido que, más allá de que se cuente con una prosa buena o mala, la escritura es una disciplina al tiempo que un aprendizaje continuo en el que lo que importa, a final de cuentas, es pasarse un buen rato compartiendo con los demás lo que somos o soñamos ser.