miércoles, 25 de febrero de 2009

Hay de derrotas a derrotas


La semana pasada mi amigo Toño me preguntó sobre lo que se sentía irle a dos equipos malos, en clara referencia a mi gusto por el Necaxa y el Real Sporting de Gijón.

Más allá del puyazo, producto de las continuas burlas a las que sometí al buen Toño tras la derrota de su Atlas por 4-0 ante el Cruz Azul, me costó, y aún me cuesta, trabajo responder a la interrogante porque el asunto no es tan claro ni homogéneo como se podría pensar. En prinicipio se trata de dos equipos con problemas de descenso porque son malos y poseen una tendencia marcada a perder. Y, sin embargo, hay de derrotas a derrotas.


Quiero aclarar en principio que mi afición por el Necaxa surgió a inicios de la década de los años 80 por obra de mi padre y por el gusto de ir a verlo a un estadio Azteca semivacío. La del Sporting brotó también en la misma época pero por influencia de mi madre, de la mítica rivalidad con el Real Oviedo y por el amor que profeso a Gijón.


A reserva de la falta de resultados, es poco lo que comparten ambos equipos. Para el presente torneo el Necaxa se armó hasta los dientes con sobras del América, cierto, pero también con jugadores provenientes de otros equipos; en cambio, la plantilla del Sporting es casi la misma, salvo unas cuantas excepciones, que la que subió a primera división.


Aunque no lo parezca y suene más a leyenda urbana, el Necaxa cuenta con el apoyo financiero del Televisa, una de las empresas económicamente más poderosas del país, mientras que al Sporting lo apoyan sus socios y la venta ocasional de algunos de los jugadores de la cantera –éste último motivo que los llevaría al descenso hace 10 años–. Prueba de lo anterior es el hecho de que en este torneo el Sporting gastó menos de un millón de pesos en refuerzos.


La citada cantera es otra diferencia. El Necaxa ha sido, desde su última aparición, el muladar del América, el consumidor número uno de la basura americanista; mientras que la oncena asturiana, en su escuela de Mareo, ha formado a generaciones enteras de jugadores entre los que destacan Luis Enrique, Abelardo y recientemente “el guaje”, David Villa.


No obstante lo anterior, lo más importante a mi entender es la actitud con la que los equipos juegan. Al ver a Necaxa dan ganas de llorar por los errores y abulia que ya son su impronta. Observo en él a un puñado de jugadores que, en su mayoría, parece no importarles el presente y futuro de la franquicia, y lo entiendo pues los extranjeros saben que con el descenso cambiarán de equipo y tendrán su vida arreglada, los mexicanos menos malos –si es que los hay– encontrarán acomodo en el América, San Luis o en cualquier otro equipo de medio pelo; y los demás..., bueno, los demás que se jodan. Por su parte, los sportinguistas, pese a las dolorosas goleadas que se han llevado de locales y visitantes, salen a partirse el lomo, a jugarse el pellejo porque saben que de no hacerlo les aguarda el “infierno” de la segunda división del que apenas salieron en junio pasado. Para ellos está claro que se trata de vencer o morir.


Después de todo esto me queda claro que no deseo que baje ninguno de los dos equipos, por merecido que lo pudieran tener; del mismo modo que sé que me dolería en el caso del Sporting, no así en el del Necaxa. Para que jueguen con tal desgano y sin miedo al ridículo, prefiero que lo hagan en una categoría mediocre y más afín con su mentalidad. Prefiero soñar con que, una vez en 1A tengamos algo de suerte, que Televisa se apiade de la afición y decida deshacerse de una franquicia devaluada para la que, seguramente, encontrará un comprador interesado en reforzarla para llevarla nuevamente a la división de honor. Hay veces en las que para construir hay que destruir primero, y creo que la presente es una de ellas.

martes, 10 de febrero de 2009

¿In memoriam?

De los amigos que he hecho en la vida, contados en verdad, hay uno del que guardo especial recuerdo. Todos le llamábamos Juan Guillermo, aunque en realidad su nombre era John William. Era bastante desgarbado y aunque era un año más grande que nosotros, parecía serlo al menos por otros cinco más. Los ojos era su rasgos distintivo, pues en mucho se parecían a los de un reptil, de ahí que, con la crueldad inherente a la adolescencia, le pusiéramos el apodo de "Lagartijo", mismo que aceptó con los años.

Siempre lo consideré un buen amigo, aunque era un tanto peculiar. Solían pasarle cosas poco habituales, como ese día en sexto de primaria que llegó a la escuela con un ojo parchado -que de milagro no perdió- por jugar a los mosqueteros con un amigo que tenía vocación de torero; o aquella vez cuando, en el último año de la prepa, se fumó un cigarrito hecho con hojas de maple y perdió la voz por casi un mes.

Su casa también era extraña. Situada en un desnivel, y parcialmente en obra negra, se tenía que subir casi un centenar de escaleras para llegar a la parte habitada o, bien, utilizar un ascensor marca "mírame y no me toques" en caso de que uno no quisiera desfallecer en el intento. En el trayecto, se podían encontrar habitaciones excarvadas en las rocas que, por lo mismo, carecían de ventanas y eran bastante lóbregas. Una vez que se llegaba arriba era como entrar en un museo pues todo ahí correspondía a la década de los años sesenta. Particularmente, a mi lo que más me impresionaba era la pequeña alberca que se encontraba a mitad de la sala.

Pese a lo anterior, nos gustaba mucho "invitarnos" a su casa, más aún cuando sus papás -constantemente de viaje en Estados Unidos por motivos de negocios- no estaban. Algunos viernes por la noche le caímos con unos buenos filetes crudos (o, de perdida, con un hambre atroz y la buena disposición para saquear su refrigerador) que nos zampábamos a la luz de la chimenea mientras contábamos, según fuese nuestro ánimo, historias de terror o chistes. Recuerdo que una noche lluviosa de inicios de 1987 acabábamos de comer y yo estaba leyendo en voz alta una historia de H. P. Lovecraft cuando el timbre sonó. Juan Guillermo bajó con un paraguas en mano para atender el llamado y después de unos cinco minutos subió con el rostro desencajado... Más le hubiera valido ver a un fantasma... Eran sus padres que habían regresado de Estados Unidos sin avisar, del mismo modo, como nos enteramos también esa noche, que él jamás les había notificado de nuestras tertulias.

De igual forma, era muy imaginativo, y algo de ello me lo contagió en cada uno de esos días en que hablábamos de escribir libros sobre el espacio, construir un pequeño avión/helicóptero llamado "Nativoas-Tupovlev-Boeing-Pascal", o simplemente nos juntábamos para armar nuestros aviones a escala mientras platicábamos sobre el último capítulo de la serie "Cosmos".

En el verano de 1987, lo recuerdo muy bien, llegó la despedida. Sus padres decidieron irse a vivir a Los Ángeles para atender el negocio y permitir que Juan Gulliermo cumpliera su sueño de estudiar ingeniería aeroespacial. Poco a poco la distancia se fue imponiendo. Nos escribimos un par de veces y muy de vez en cuando nos hablábamos por teléfono (ninguno de los dos trabajaba y las llamadas internacionales eran bastante caritas). La última vez que hablé con él fue en 1992 en la víspera de un viaje a San Francisco y, si bien quedé de contactarlo una vez que llegara ahí, me resultó imposible hacerlo. La siguiente ocasión que le llamé, aquel ya no era su número telefónico y nadie me supo dar razón de él.

A partir de entonces no pude dar con Juan Guillermo, ni aún recurriendo a internet, de tal suerte que, finalmente, desistí de hallarlo. Y así pasaron los años hasta que en el 2005 me sucedió algo extraño, algo "muy a su estilo": se me apareció en un sueño. Se encontraba parado, estaba peinado al estilo Benito Juárez (lo que me puede poner muy mal) y tenía los brazos cruzados a la altura del ombligo. Con una calma inusual en él, me dijo que acababa de morir ahogado en un lugar de Texas, que ahora ni recuerdo, y que si tenía dudas, podía preguntarle al párroco de la ciudad, después de lo cual, desapareció.

Aunque no soy partidario de creer experiencias como ésta, me desperté bastante perturbado y, después de martirizarme varios días dándole vueltas al asunto, quise corroborar su "metaversión" en internet. El lugar en cuestión existía y en él había una sóla parroquia que, además, se hallaba cerca de un lago. No conforme con ello, la curiosidad me llevó a buscar la dirección y el teléfono de la parroquia en internet.

Sin embargo, no pude ir más allá. Me faltaron los "blanquillos" necesarios para tomar el teléfono y hacer LA pregunta. Prefería, como lo sigo haciendo hasta hoy seguir soñando, vivir con una ilusión, que encarar una posible verdad que me obligara a dar vuelta a esta página de mi vida, Mentir hace daño, de eso no cabe la menor duda, pero hay ocasiones en las que la verdad es mucho más dolorosa...

martes, 3 de febrero de 2009

De regreso al "alma mater"

La última vez que di clases en la Universidad Iberoamericana fue en diciembre de 2003. Decidí no continuar por el tráfico desquiciado con el que me enfrentaba antes de las siete la mañana. "Mala manera de empezar el día", repetí cada martes y jueves por diecisiete semanas hasta que, , comuniqué al departamento de historia me decisión de no continuar.

Con el paso del tiempo, extraño un poco la emoción de dar clase ahí. A final de cuentas, fueron ocho años ininterrumpidos de docente, catorce si sumo los que pasé de esculapio, y como nobleza obliga, considero que en este caso la morriña es más que un sentimiento legítimo.

El lunes pasado tuve la oportunidad de suplir en una clase a mi esposa. Volví a mentar madres por el tráfico, por el estacionamiento, por el frío y por el gentío congregado en las escaleras centrales (¡es increíble cómo el olvido nos lleva a idealizar algunas cosas!). Era un grupo bastante heterogéneo de alumnas de historia del arte, igual al que tuve por primera vez como docente en la UIA, que mostró el interés justo como para que estuviera a gusto hablando de historia de México.

Esa noche, mientras era uno más en un embotellamiento que parecía no tener fin, me dio por recordar mis días en la licenciatura y, en especial, a algunos de mis profesores que, con su ejemplo, marcaron mi vida académica y profesional respecto a lo que debía y no debía hacer o decir.

Me acordé del "Alasqueño" un profesor que de idiotas no nos bajaba, pero cuyo único mérito académico había siso el de ser, junto con su primo, los únicos estudiantes mexicanos en la Universidad de Alaska; también de la "Güereña", la maestra fashion que nos paseaba, cuando llegaba a la cita, por todos los archivos y bibliotecas de la ciudad de México. "Lulú", amabilísim siempre en clase pero una amnésica desgraciada en los exámenes. 

También me acordé de Bernardo, un exsacerdote que nos daba la clase de "Historia y Psicología" y que ha sido el único profesor que reconoció que no tenía ni idea de qué se trataba la clase; del "Baby Face", maestro "traga-años" y paciente que estuvo a punto de enloquecer gracias a las males artes de nuestras compañeras de historia del arte; de "Concha", la encarnación de la violencia innecesaria en la enseñanza del mundo prehispánico y purista de la lengua que jamás aceptaba sinónimos; la "Christlieb, que nos enseñaba geografía histórica con libros para niños de 6º de primaria, aunque los mapas que nos dejaba hacer eran bastanteentretenidos.

De igual forma, recordé a Rodrigo, egresado del Instituto Mora y muy buen profesor que, según los rumores, ahora vende plata en su natal Taxco (y no por culpa mía y de mis compañeros, que conste); a la maestra de "salud mental y compromisos morales" -inscrito en la materia a traición de mi actual esposa, lo que me hace pensar que desde entonces halló algo en mi que le perturbaba-, que se debía empeyotar una vez al semestre a manera de terapia; a Daniel Toledo que fue la parte marxista de la carrera y que a muchos desquiciaba por su acento chileno y su manera tan peculiar de calificar; al maestro de "historia del derecho", que no de historia no sabía nada, pero que de derecho asumo que si, pues en cada clase no enseñaba una forma diferente para corromper a ministerios públicos y jueces.

Me acordé de Shulamit, tan bella por adentro como por afuera, que ha sido una maestra muy exigente pero que siempre confío en mi. Del buen Rubén, qué pese a fastidiarme con el fútbol y jamás sacar buenas calificaciones con él, me enseñó a acentuar, a tomarle gusto a la literatura y, de refilón, a aborrecer a los Pumas. De Ricardo Rendón (QEPD), desgraciadamente exigente en el trabajo, divertido en clase e irónico en los regaños. Del Padre López Moctezuma (QEPD), prueba fehaciente de lo cabrona que puede ser la vida al enfermar de Alzheimer a quien era una biblioteca andante. 

De Cristina, enemiga declarada de toda aquella época que vaya más allá del siglo XVIII y que no contemple a los vascos y que su reiterado reclamo/pregunta "¿Para cuando la tesis" me hizo darle el esquinazo más de una vez. Del buen Rubial ejemplo de tolerancia y de la paciencia que un profesor docente debe tener para explicar a una alumna que no es necesario matar a las ovejas para trasquilarlas o que los campesinos del medievo no atrapaban mariposas en los cotos del señor feudal. 

De Javier Tello, que en su curso de "historia de Rusia" me intentó demostrar, sin éxito, que si existe una diferencia abismal entre un 8.6 y un 8.7 de calificación en un trabajo. De Martaelena Negrete, testimonio de que es posible ser una historiadora fregona y estudiar en el COLMEX y seguir entrando en la categoría de "ser humano". De Jane y su rudeza cualtitativamente diferente y necesaria para forjar historiadores. Del padre Cacho y sus viajes "non stop" al topus uranus; y de Mari, quien sin elevarse tanto, nos llevó de la mano por el campo minado de la historiografía. De Magdalena + y sus horóscopos de final de semestre, que más que ser un perfil laboral futuro de cada uno de sus alumnos, fue más bien una profecía de tragedia griega contra la que hace tiempo que dejé de pelear. 

De Guillermo, excelente investigador y teórico de la historia, pero un huevonazo para impartir clases. Siempre éramos los alumnos los que exponíamos en el seminario y jamás pudimos quitarle el gesto de hueva con el que sufría nuestras exposiciones. Me queda claro que defraudé sus expectativas, a saber cuáles fueran éstas, y que caí de su gracia. En mi condición de "alumno caído" la única vez que mostró interés por mi trabajo fue para preguntarme sobre el tipo de fuente que había usado para escribir el texto.

A todos ellos, y a los que no he podido mencionar por olvido, muchas gracias.