miércoles, 26 de agosto de 2009

Ese problema que es elegir carrera...

Esta tarde hablaba con una exalumna que me comentaba lo absurdo que resulta elegir carrera cuando se tienen 18 años pues, entre otras tantas cosas, no se tiene la madurez suficiente para valorar los contenidos recibidos, así como los esfuerzos realizados por autoridades y profesores.

En cambio, para mi es una acción suicida. ¿Cómo escoger la profesión a lo que uno se va a dedicar de por vida cuando, precisamente, se ha vivido tan poco? ¿Cómo tener certezas en una época de la existencia en la que sólo imperan las dudas? ¿Por qué verse sometido a una responsabilidad tan abrumadora cuando la diversión es lo que más importa?

Un aspecto importante en el tema es el de la vocación, misma que es importante descubrir a la brevedad. Si bien escuchar "el llamado" representa un paso importante, por desgracia no es lo único.

Recuerdo que lo de la historia me llegó en primero de secundaria gracias a que tuve un excelente profesor (un saludote, Jorge Valle) y los "Secco Ellauri", libros de historia universal que eran de lo más ameno y formativo. Desde entonces, y hasta el fin de la preparatoria, vi mi futuro en el estudio del pasado; de ahí que, pese a la oposición de mi padre, no dudara no un sólo momento en inscribirme en la carrera de Historia de la Universidad Iberoamericana.

Como suele suceder, entre lo que yo pensaba que era la carrera y lo que ésta era había un abismo, una diferencia que, en un principio, jugó a mi favor pues estaba deslumbrado ente el nuevo panorama que se abría ante mi.

El "enamoramiento" duró hasta el inicio del séptimo semestre, cuando descubrí la historia contemporánea y empecé a cuestionarme si realmente lo mío era lo historia o, por el contrario, las relaciones internacionales. ¡Y vaya que si me lo pasé mal durante ese mes! Después de haber peleado tantos años para estudiar una carrera, ¿cómo iba a decirle a propios y extraños que "siempre no"? Lo que finalmente me convenció de no hacer el cambio fue a revalidación de materias, pues de 42 que ya había cursado sólo me daban por válidas 4.

Estoy convencido de que hice lo correcto. En los últimos 19 años, y más allá de los asegunes propios de mi carrera y de mi profesión, la he gozado a tope y me la he pasado de maravilla; del mismo modo reconozco que en mucho ello se debe
a la vocación, cierto, pero también a esa inconsciencia de los 18-20 años que nos hace minimizar los riesgos al momento de tomar decisiones.

Aún así, debo seguir sosteniendo que elegir una profesión a esa edad es una auténtica acción suicida...

martes, 18 de agosto de 2009

El "Efecto Jarrito de Tlaquepaque"

La semana pasada me sucedió algo curioso. En un blog español publiqué una breve reflexión sobre la historia de México y lo traumático que nos resulta ésta como consecuencia, entre otros factores, de las constantes invasiones que el país sufrió en sus primeros años de vida independiente. Quien me conozca habría constatado que el tono y los contenidos utilizados son los mismos que aplico en mis cursos.

El punto es que hubo una lectora mexicana, un tanto distraída al parecer, que tuvo a bien confundirme con un español y me dedicó una cuantas lineas bastante ofensivas. Al parecer, lo que le molestó ere el hecho de que un "español" se atreviera a hablar sobre la historia de México en los términos en los que yo lo hice.

El malentendido así como los comentarios que recibí me divirtieron mucho pues pusieron de manifiesto ese fenómeno tan propio de nosotros que es conocido como "el Efecto Jarrito de Tlaquepaque" ("EJT"). Estas artesanías, fabricadas en el municipio jaliscience que lleva este nombre se hicieron famosas en todo el territorio por la facilidad con la que se rompían ca raíz de la mala calidad con la que eran fabricados.

Los mexicanos somos muy sensibles y nos pesa mucho lo que los otros puedan decir u opinar de nosotros, más aún si son extranjeros pues al tiempo que, como indica el lugar común, los "recibimos con lo brazos abiertos", estamos recelosos de ellos y cualquier comentario u opinión sobre nuestro pasado o presente solemos considerarlo como una agresión imperdonable.

Así, solemos tomarnos todo a pecho. Los comentarios, las alusiones, las advertencias y hasta las miradas; todo parece estar en nuestra contra como si propios y extraños no tuvieran en mente más que herir una susceptibilidad que se caracteriza por tener un umbral de tolerancia bastante limitado.

Recuerdo que en mis últimos meses en el Instituto Nacional de Bellas Artes entró una nueva compañera para que nos ayudara en la elaboración de los discursos de la Dirección General. Cuando uno se dedica a estos menesteres es importante recordar dos principios: jamás te creas lo que escribes y lo que se cuestionan los textos, no los autores. Pues bien, esta pobre mujer jamás lo entendió, de ahí que siempre estuviera agobiada y sintiera que cada corrección era un cuestionamiento personal.

Si uno presta atención, se dará cuenta de que casos como el anterior se repiten una y otra vez en los ámbitos académico, familiar, laboral e incluso personal; de ahí que esté convencido de que si la vida es por naturaleza una auténtica HdP, ¿para qué tenemos que hacérnosla más difícil con el "EJT"?

martes, 11 de agosto de 2009

Espero ser alguna vez como él

Si lo de la evolución es verdad o no, lo ignoro. Pero en cambio, tengo la certeza de que todo en esta vida es cambio, a veces profundo y en otras casi imperceptible.

En principio, la afirmación puede parecer un asunto de perogrullo, pero no lo es. Si bien todos lo sabemos, pocos son los que realmente tienen conciencia de ello. Así, a muchos les causan un profundo malestar las modificaciones en la oficina, en el entorno familiar, en la vida privada y hasta en algo tan aparentemente nimio como son los deportes. En general, los seres humanos sentimos preferencia por ese cálido confort que nos brinda la monotonía; ese falso sentimiento de seguridad que nos da el creer que el día de hoy será igual al de ayer y al de mañana.

Pero de todas las transformaciones, hay una que causa especial pavor en nuestra cultura: el envejecimiento. Vivimos en una sociedad donde la juventud no es vista como un mero accidente o como un "mal que se cura con el tiempo", sino como una situación deseable o un privilegio. Así, los medios nos mandan incesantemente el mensaje de que ser joven es lo que está de moda pues es sinónimo de salud, éxito y prosperidad. En otras palabras, es lo único que cuenta en esta vida.

El problema no es que la prensa, radio, televisión, cine y conexos nos vendan tal idea, sino que haya gente que esté dispuesta a comprarla. No en balde la publicidad ha encontrado aquí un nicho redituable y no tiene empacho alguno en hacerlo promoviendo de mil y un formas el canto de estas sirenas del siglo XXI que son la cirugía plástica y los productos anti-envejecimiento.

La perversidad de todo esto radica en el hecho de que querer ocultar que la senectud forma parte del ciclo natural de la vida. En principio, todos estamos destinados a ser ancianos y el que no... pues que empiece a preocuparse porque se va a ir al otro barrio pronto. Pero lejos de ver esto como algo evidente, en nuestra sociedad impera el sentir de que la vetustez es mala pues por ser equivalente de declive, enfermedad, decrepitud, dependencia y agotamiento.

Más que preocuparnos por ser jóvenes eternamente (¡qué flojera!) tendríamos que prepararnos para envejecer dignamente y empezar a comprender que eso no es ni bueno ni malo... sólo normal y que, como todo en esta vida, tiene sus aspectos positivos y también negativos.

Permítase tomar como ejemplo a mi padre, quien está por cumplir los 80 años. Por supuesto que no es aquel hombre fuerte y sólido que solía ser una década atrás y su decaimiento físico se hace cada vez más patento, no lo negaré, pero es loable la dignidad con la que lo lleva. Vive sólo en su departamento; cocina y hace el aseo sin requerir ayuda; aún maneja -si bien de vez en cuando tiene por ahí algún percance-; se acaba de comprar sus aparatos para la sordera (¡finalmente!); ve todos los domingos a sus amigos en el Parque Asturias y, pese a haber enviudado hace dos años, ahora tiene novia y hasta piensa en casarse este mismo año.

Cuando estoy con él, veo a alguien sereno, a una persona que sabe que no puede hacer muchas de las cosas que solía hacer antes y lo asume, a un ser humano que con algo de sentido común y de estoicismo asume que es natural que se enferme con más frecuencia y que cada vez le cueste más trabajo levantarse del sillón, pues como dice "¿Y qué querías? Son ya casi ochenta años y el tiempo no perdona". Al escucharlo, no puedo más que guardar silencio con el deseo de ser como él cuando llegue el momento.

domingo, 2 de agosto de 2009

Memorias : Cuando tenía 6 años (III y final)

Con seis años recién cumplidos, y según el poco entender que entonces tenía, Gijón era uno de los lugares más bizarros que uno podía hallar en el mundo.

Yo era un consumado observador de caricaturas en México, un devoto seguidor de la programación infantil de los canales 5 y 8 (que años más tarde se convertiría en el 9) que disfrutaba con "Meteoro", "Los Picapiedra", "Los supersónicos", "Leoncio y Tristón", "Ahí viene Cascarrabias" y otras series de las que, tristemente, me vi privado en mi estancia en tan distante tierra. De no haber sido porque descubrí "Heidi" hubiera sucumbido entre programas folclóricos, el "Telediario", las películas dobladas la "Uri Gellermanía" y los cortes informativos en los que se daba cuenta del estado de salud del agonizante Francisco Franco (que moríría el 20 noviembre de ses mismo año, a los pocos meses de haber regresado a México... ¡lástima!).

Mayor desilusión me causó saber que el sistema escolar español se había coludido en mi contra para que no pudiera jugar con mis primos. Y es que desde meses atrás, mi madre me venía aplicando un lavado de cerebro para que dejara a un lado mi espíritu huraño y osco durante el viaje y socilizara con Nacho y Susana (un abrazo y beso para ellos). Finalmente se salió con la suya, pero lo que jamás me dijo es que en la España del generalísimo, los estudiantes en España iban por la mañana y por la tarde a la escuela, de ahí que sólo pudiera jugar con ellos los fines de semana. A reserva de la frsutración que me produjo, saqué dos aprendizajes esenciales de ella que: que mi madre era una experta en lavados de cerebro y que debía estar enormemente agradecido a la Revolución Mexicana por haberme dado un sistema educativo que demandana mi presencia en el colegio hasta las 2 de la tarde.

Nada de lo anterior me alucinó tanto cómo la transformación que sufrió la calle en la que vivíamos (Santa Justa) en un par de horas. Vale la pena señalar que el trazado urbanístico de Gijón se caracteriza -y son varios los arquitectos que así me lo han hecho saber- por ser más que malo, de tal suerte que no son pocos quienes creen que fue producto de las malas artes de los vecinos de Oviedo y no de las décadas de improvisaciones... El caso es que una de las peculiaridades del Gijón de entonces era la de que bastaba que lloviera un poco para que las alcantarillas sufrieran una invcreíble metamorfosis y se transformaran en fuentes que lanzaban gruesos y pestilentes borbotones de agua.

Apenas dos horas bastaron para que la tranquila calle de Santa Justa se transformara en el canal de una Venecia blasfema y sidrera en la que las góndolas se improvisaban con cámaras de llanta atadas a tablones de madera y los esculturales gondoleros dejaban su lugar a Monchu, el dueño del taller mecánico de enfrente, y a sus muchachos, quienes no paraban de llevar gente de la improvisada orilla a sus portales, mientras que los que tuvieron la fortuna de quedarse en su departamento, abrían las ventanas y discutían a grito pelado para determinar la magnitud de la inundación, que, según recuerdo, fue de las peorcitas que habían sufrido en los últimos años.

Con la presente, termino las entregas de mi primer viaje a España que son, en esencia, un agradecimiento público que extiendo mi madre, artífice del periplo que pobremente he descrito en esta trilogía, como un regalo por su cumpleaños, que acaba de ser el día de ayer, 1° de agosto. ¡Muchas felicidades, mamá!