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domingo, 2 de agosto de 2009

Memorias : Cuando tenía 6 años (III y final)

Con seis años recién cumplidos, y según el poco entender que entonces tenía, Gijón era uno de los lugares más bizarros que uno podía hallar en el mundo.

Yo era un consumado observador de caricaturas en México, un devoto seguidor de la programación infantil de los canales 5 y 8 (que años más tarde se convertiría en el 9) que disfrutaba con "Meteoro", "Los Picapiedra", "Los supersónicos", "Leoncio y Tristón", "Ahí viene Cascarrabias" y otras series de las que, tristemente, me vi privado en mi estancia en tan distante tierra. De no haber sido porque descubrí "Heidi" hubiera sucumbido entre programas folclóricos, el "Telediario", las películas dobladas la "Uri Gellermanía" y los cortes informativos en los que se daba cuenta del estado de salud del agonizante Francisco Franco (que moríría el 20 noviembre de ses mismo año, a los pocos meses de haber regresado a México... ¡lástima!).

Mayor desilusión me causó saber que el sistema escolar español se había coludido en mi contra para que no pudiera jugar con mis primos. Y es que desde meses atrás, mi madre me venía aplicando un lavado de cerebro para que dejara a un lado mi espíritu huraño y osco durante el viaje y socilizara con Nacho y Susana (un abrazo y beso para ellos). Finalmente se salió con la suya, pero lo que jamás me dijo es que en la España del generalísimo, los estudiantes en España iban por la mañana y por la tarde a la escuela, de ahí que sólo pudiera jugar con ellos los fines de semana. A reserva de la frsutración que me produjo, saqué dos aprendizajes esenciales de ella que: que mi madre era una experta en lavados de cerebro y que debía estar enormemente agradecido a la Revolución Mexicana por haberme dado un sistema educativo que demandana mi presencia en el colegio hasta las 2 de la tarde.

Nada de lo anterior me alucinó tanto cómo la transformación que sufrió la calle en la que vivíamos (Santa Justa) en un par de horas. Vale la pena señalar que el trazado urbanístico de Gijón se caracteriza -y son varios los arquitectos que así me lo han hecho saber- por ser más que malo, de tal suerte que no son pocos quienes creen que fue producto de las malas artes de los vecinos de Oviedo y no de las décadas de improvisaciones... El caso es que una de las peculiaridades del Gijón de entonces era la de que bastaba que lloviera un poco para que las alcantarillas sufrieran una invcreíble metamorfosis y se transformaran en fuentes que lanzaban gruesos y pestilentes borbotones de agua.

Apenas dos horas bastaron para que la tranquila calle de Santa Justa se transformara en el canal de una Venecia blasfema y sidrera en la que las góndolas se improvisaban con cámaras de llanta atadas a tablones de madera y los esculturales gondoleros dejaban su lugar a Monchu, el dueño del taller mecánico de enfrente, y a sus muchachos, quienes no paraban de llevar gente de la improvisada orilla a sus portales, mientras que los que tuvieron la fortuna de quedarse en su departamento, abrían las ventanas y discutían a grito pelado para determinar la magnitud de la inundación, que, según recuerdo, fue de las peorcitas que habían sufrido en los últimos años.

Con la presente, termino las entregas de mi primer viaje a España que son, en esencia, un agradecimiento público que extiendo mi madre, artífice del periplo que pobremente he descrito en esta trilogía, como un regalo por su cumpleaños, que acaba de ser el día de ayer, 1° de agosto. ¡Muchas felicidades, mamá!