sábado, 22 de enero de 2011

Cuando uno se despista en el peor de los momentos

Quien me conozca sabrá que soy un despistado perdido, cualidad -no podría decir virtud- que la mayor parte del tiempo ni me agobia ni tampoco me molesta. Sin embargo, reconozco que hay momentos en lo que esta forma de ser en poco me ha ayudado.

Una de las veces en las que me metí en problema por andar de atolondrado fue en el verano de hace dos años. Era junio del 2009 y había viajado a Madrid con el fin de obtener el Diploma de Estudios Avanzados  (DEA). Dado para tal fin iba a presentar un examen, y que viajaba sólo, me hospedé en la Casa de Velázquez (que aparece en la foto). El lugar es precioso, se encuentra cerca de la Ciudad Universitaria y está lejos del centro y de todos sus distrractores. Por contra, dos de los problemas que le encuentro es que se encuentra literalmente a un costado de la carretera que lleva al norte de España y que los cuartos no tienen aire acondicionado.

El día antes de presentar el DEA, me vi con Carmen, una amiga, que conozco desde que era niño, y con Arturo, hoy su marido. Caminamos un rato por el centro de la ciudad, paramos una vez para tomar unas cervezas y otra para cenar en una terraza muy agradable. A las nueve y medias de la noche dije que me marchaba para darle los últimos detalles a la exposición que iba a hacer al día siguiente y a la presentación en "power point" en la que iba a apoyar mi defensa. Muy amablemente me recomendaron que lo más conveniente era tomar un autobús que pasaba muy cerca de donde nos encontrábamos y que hacía una parada en la carretera, justo en frente de la Casa de Velázquez.

Y así lo hice. Aunque el recorrido era rápido, lo estaba disfrutando mucho pues el autobús marchaba por lugares que yo no conocía. Es más, era tanto mi deleite, que ni me dí cuenta de cuando pasamos por la parada en la que debí bajarme. Cuando me percaté de la omisión, decidi no perder la calma.

-Ya pasaremos cerca de una estación del metro y ahí me bajaré -me dije con gran convicción.

¡Cómo no! Pasaban los minutos y no sólo no se veía ni una estación del metro, también parecía que nos dirigíamos hacia las afueras de Madrid. Cada vez veía menos negocios y bares y más edificios y departamentos, lo que era un mal augurio tratándose de una ciudad, y un país, en donde uno se topa cada dos por tres con bares, cafeterías, chiringuitos... Había perdido la calma y me encontraba a punto de llorar cuando apareció a lo lejos, y como si se tratara de un milagro, el símbolo del metro. 

Baje corriendo como si detrás de aquel símbolo se encontrara la tierra prometida. Una vez dentro, me percaté de que el problema no estaba resuelto. Eran las diez y media, me encontraba en "Barrio del Pilar" y para llegar a "Ciudad Universitaria" debía hacer dos transbordos. Las cosas fueron fatales pues el tren tardó en llegar, los vagones estaban ocupados por pequeños grupos de jóvenes a los que veía como lo más  selecto y granado de la Mara Salvatrucha, cada transbordo fue más lento que el anterior y la méndiga ciudad universitaria estaba tan sola y oscura que corrí si estuviera a punto de tener un ataque de diarrea.

Cuando entré a la habitación era poco más de la medianoche. Pero me importó un comino. Aquella noche/madrugada me sentí tan a gusto, que no me agobió revisar mis notas y presentación, y mucho menos, la idea de hacer una cosa tan baladí como un examen...

sábado, 8 de enero de 2011

"Todos" es en realidad "ninguno".

Reconozco que me gusta mucho platicar. No siempre ha sido así. Cuando trabajaba en el gobierno hubo momentos, a veces una semana entera, en la que sólo hablaba para saludar a las secretarías y pedirles que enviaran algún fax o me dieran un número telefónico.

Sin embargo, en la universiodad todo es diferente. Me complace hablar con alumnos y profesores, bueno, con aquellos que me tienen confianza pues tengo la certeza de que no soy monedita de oro para caerle bien a todos. La experiencia me produce una gran satisfacción. Con los estudiantes a veces siento envidía de no tener veinte años de nueva cuenta para hacer lo que ellos hacen y, en otras, agradezco no tenerlos dados los problemas, problemones debería decir, que se ven obligados a enfrentar. 
Con los colegas, en cambio, la historia es diferente. Siento un gozo especial cuando charlamos de las clases y de los libros que estamos leyendo, cuando intercambiamos algunos consejos y, con quienes pasan la frontera de compañero a amigo, escuchar y comentar nuestros problemas.  

 Pues bien, la semana que termina no fue la excepción y, sin embargo, ha sido tan reveladora, que afirmo que es el segundo aprendizaje del año (para ver la primera, no seas vagos y lean el post anterior). Dos personas muy queridas, y distintas a la vez, pasan por una situación que, además de ser la misma, la comparto con ellos.

Los escucho, platicamos, me piden consejos y con gusto se los doy. En el proceso, me descubro diciendo cosas que en otros momentos jamás hubiera dicho, pero de las que hoy estoy convencido. Y es que no sé por qué pero cuando tenemos problemas, nos volvemos tan egocéntricos que estúpidamente consideramos que somos los únicos en padecerlos. Claro que el sentido común sale al quite para decirnos que eso es mentira, que tal o cual problema forma parte de la naturaleza (caída) del ser humano, que todos -o casi todos- hamos pasado por las mismas y que, en consecuencia, nuestro problema tendrá un final feliz. 
Lo cierto es que el discurso no falla. El concepto "todos" es tan abstracto e impersonal que no funciona. ¿Qué cara tiene "todos"? ¿Cuál es su historia de vida? ¿Dónde vive? ¿Cuáles son sus vicios y virtudes? Resulta que "todos" es en realidad "ninguno" y, en consecuencia, no sirve de consuelo. En cambio, cuando uno se ve reflejado en el amigo, el colega o el vecino, la historia toma otro giro porque adquiere un rostro y una voz, porque se humaniza.

Deseo concluir citando a Publio Terencio Africano y una de mis frases favoritas: "Hombres soy, y nada de lo humano me es ajeno".

lunes, 3 de enero de 2011

Aprendizajes en el nuevo año

Paracer ser que éste será un año en el que no perderé el tiempo. El desdichado ha iniciado y ya me me ha dejado un aprendizaje, bastante cruel, por cierto: he perdido condición etílica. Me temo que el tiempo no me ha perdonado y que quedaron atrás las épocas en las que los execesos no pasaban factura  o, en el peor de los casos, lo hacían pero con bastante considreación. 

Hoy, en cambio, veo con cierta tristeza que si bien mi tanque sigue teniendo la misma capacidad, su carburador ya no es el mismo. Vamos, lo que quiero decir es que aunque sigue procesando el alcohol, aparentemente ya no lo hace con la misma efectividad, deja de filtrar algunas "impurezas" y castiga muy a lo bestia a su propietario.

Mentiría si dijera que el 31 de diciembre pasado no tomé ni una sólo copa, del mismo modo si afirmara que me dediqué toda la noche a llenar el tanque. Digamos que me llevó cuatro horas -y un par de vodkas, dos copas de vino y unos cuantos "culines" de sidra- dejarlo a medias. Sé que la combinación es una invitación a puertas abiertas para la cruda, pero antes hacía burradas peores (sin llegar jamás a las mentadas "aguas locas") y los daños no eran tan considerables.

Así, inicié el 1° de enero del 2011 sintiendo que por mi cabeza desfilaba la artillería pesada de la Unión Soviética al tiempo que la Luftwaffe se ensañaba con ella lanzándole sus bombas más potentes. Sé que no faltará el listo que diga que es una reveranda estupidez pasar por esto cuando se tienen aspirinas y paracetamol. Muy cierto... de no ser porque tenía el estómago tan revuelto que recoger las copas de la mesa  sin vomitar fue todo un triunfo. Cierto es que en poco me ayudó la decisión de ver una película uruguaya llamada Whisky. Imagino que, en otras circunstancias hubiera disfrutado del ambiente depresivo que impera en ella, de la soledad en la que vivían sus personajes y de la manera tan absurda en la que uno se puede echar a perder la vida. Después de haberla visto era tan fuerte mi dolor de cabeza que estaba a punto de llorar.

En fin, como era de suponer con las horas la cruda desapareció, no así saber que "se acabó lo que se daba". Al inicio la idea no me agradó por razones que son obvias, pero luego me di cuenta de que no todo estaba perdido pues esta es una buena oportunidad para recordar que la vida es cambio, que uno debe enfrentarlo y, más importante, tiene que adaptarse a él.

Es sorpendente lo que uno puede aprender el primer día del año gracias a una resaca... ¿verdad?