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martes, 7 de febrero de 2012

Historia... ¿para qué?

Aunque no debiera hacerlo, debo confesar que yo también me he hecho la pregunta ¿para qué sirve la historia? y temo que ello, viniendo de alguien que es historiador, es una especie de herejía o, peor aún, un coqueto con la apostasía.

Aún así creo que la pregunta es válida pues nunca está de sobra que uno se cuestione sobre lo que hace y lo que cree, más aún si se ve obligado, gratamente obligado, a hablar de ello uno y otra vez por años. En cierto sentido se trata de una duda a la que uno le va encontrando respuestas distintas, pero nunca definitivas, a lo largo de los años.

Como todo el que termina su carrera, no tenía mucha idea sobre el tema, y me limitaba a contestar a quien me preguntaba sobre la "utilidad" de la historia que servía para dar cultura general. ¡Valiente respuesta! Pasarte cuatro años en una universidad y aprobar setenta materias para decir que uno es un "Pequeño Larousee" andante y con una memoria un tanto deficiente.

Luego se pasa a la etapa en la que la historia sirve para decir lo que realmente sucedió. Uno cree en la falacia de que la verdad y la objetividad son alcanzables y que al escribir historia es posible desprenderse de los sentimientos y preocupaciones que le agobian  para decir las netas. Esta etapa llega a su fin cuando uno se enfrenta a un grupo de púberes cuya bandera es hacerle la vida imposible al maestro con las frases ¿está seguro que lo que nos está diciendo sucedió? o ¿puede demostrarnos que ese hecho realmente sucedió? Entonces hay dos caminos a seguir: o se reconsidera la idea que se tiene de la historia o se pone un puesto de tortas. No hay más.

Hoy veo el asunto de una manera diferente. Por supuesto que la historia sirve. Sirve para entender que somos quienes somos no por generación espontánea, sino porque hubo otros que nos precedieron y cimentaron el camino que hoy seguimos; sirve para conocernos mejor pues el pasado no está muerto, sigue vivo entre nosotros, a veces de manera evidente y en otras de un modo sugerido; sirve para dialogar con los muertos para darnos cuenta que no son esas estatuas de bronce o mármol que los representan, sino personas ordinarias que hicieron cosas extraordinarias. 

En otras palabras, la historia sirve para recordarnos a cada uno de nosotros que somos personas y que nada de lo humano nos es ajeno.

martes, 17 de mayo de 2011

Un reencuentro inesperado


La última vez que lo vi fue hace 17 años. Corrijo. La última vez que hablé con él fue hace 17 años, y en todo ese tiempo lo habré visto al menos cinco veces, mismas en las que no le dirigí la palabra.

La historia, y nunca antes mejor dicho, inició al presentar mi proyecto de tesis al consejo de la carrera. A él le interesó mucho y me invitó a participar en un seminario  que coordinaba con sus alumnos de maestría y doctorado. Estaban tan emocionado, que hasta dejé mis clases en la Alianza Francesa (¡ERROR!) por participar en el mentado seminario.

En un principio, el entusiasmo fue mútuo y la realción alumno-profesor fluyó bien; sin embargo, hubo un momento -no recuerdo cuando a ciencia cierta- en el que el encanto se acabó. Entonces dio paso la desilusión. Simplemente no cumplí con sus expectativas, dejé de ser de interés para él y se encargó de dejármelo ver. A partir de ese momento el seminario se convirtió en un infierno pues algunos compañeros, distintos a los del inicio, se dieron cuenta de la siotuación y asumieron si me "tiraban a matar" quedarían bien con el jefe. Debo decir que si bien él jamás fomentó estas prácticas, tampoco mostró interés en acabar con ellas. 
 
Cuando me salí del seminario quedé más tranquilo. Además de descubrir cuán idiotas pueden ser los colegas con tal de estar bien con la autoridad, mi autoestima y tesis recibieron un descando, a veces interrumpido por los recuerdos de la experiencia y el enojo que ello me producía.
 
A final de cuentas, creo que la oportunidad me llegó muy pronto y muy chavo, al menos lo sificiente para no animarme a encarar algunos comentarios hechos de muy mala fe y a algunos dizque maestros y doctorandos que, me cae, que ni el olvido los merece.

Todo esto viene a colación porque ayer asistí a un evento académico muy pequeño en el que él también estaba. Con la llegada del receso, el reencuentro fue inevitable. ¿Saben qué fue lo mejor? Platicamos con verdadero gusto por diez minutos en una charla amena y muy entretanida, en la que el pasado quedó olvidado y que, a final de cuentas, fue catártica que me sentí liberado.

Para todos aquellos a los que les gustan las moralejas, aquí les va una: ¡ELIJAN BIEN A SUS DIRECTORES DE TESIS!

viernes, 4 de diciembre de 2009

Esa curiosa manía que es escribir

La semana pasada terminó el curso y dio inicio el tiempo de exámenes. En esta ocasión, pedí como trabajo final a mis alumnos de tercero un ensayo sobre algún tema que fuera de su interés. Si bien las calificaciones no fueron destacadas, lo cierto es que el resultado superó mis espectativas. Y así se los hice saber en la última clase del semestre, animándoles tanbién a que siguieran escribiendo.

Debo confesar que mi experiencia con la escritura fue bastante tardía. De adolescente me gustaba leer, pero nunca fui de esos que se dedicaran a escribir historias, mucho menos poemas donde volcar todos mis anhelos, amores y frustraciones... ¡qué flojera!

Al entrar a estudiar historia no tuve más opción que empezar a escribir pues era de cajón que en cada materia nos solicitaran un trabajo individual para evaluarnos. Fue entonces cuando descubrí uno de los grandes problemas de la escritura: el gusto del lector. Así, en más de un semestre sucedió que mientras a un profesor le agradaba mi forma de escribir, a otro le desagradaba.

Recuerdo con especial gusto los problemas que mi estilo generó en el seminario de titulación que compartí con compañeros de maestría y doctorado. Valentina Torres, profesora de la carrera y lectora de mi tesis, se quejó amargamente de éste por estar lleno de gongorismos (¡pobre Góngora!) y "amablemente" a corregirlo. Claro está que de pendejo compré esa basura y creí que era un discapacitado para hilar con claridad más de tres palabras.

Pocos años después, leí el periódico entre clase y clase caudo me topé con un anuncio que me llamó la atención. Una editorial solicitaba escritores de libros de texto para preparatoria, entre ellos uno de historia. Consideré que más que un anuncio, aquella era una oportunidad de exorcizar ese antiguo fantasma de la escritura. Las cosas se fueron dando y en cuestión de tres años apareció mi "primer hijo": Historia de México.

Aunque la experiencia fue gratificante, no me satisfizo del todo pues tenía la sensación de que se podía tratar de un simple chiripazo, de un garbanzo de a libra. Pronto se me presentó la oportunidad de corroborar si ese sentimineto era real o no al entrar a trabajar al Institiuto Nacional de Bellas Artes. Mi labor ahí se limitaba a escribir: discursos, ruedas de prensa, prólogos, conferencias o cualquier tipo de texto relacionado con el arte.

Fueron casi seis años de práctica en los que aprendí a escribir gracias a los montones de textos que había que despechar y a la ayuda de mis dos grandes zenzeis: Jaime Vázquez y Daniel Leyva, así como de Saúl Juárez, director general, quien con sus párrafos tachados y acompañados de las míticas leyendas "cambiar" y "no me gusta" me obligó a aprender el bello arte de la improvisación literaria.

Salí del Instituto, entre otras cosas, porque ya estaba cansado de escribir casi lo mismo por tanto tiempo. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que descubriera que el mío ya era un vicio, que tenía la necesidad de escribir y sentir de nueva cuenta esa sensación liberadora que da el golpeteo del teclado y el placer que produce ver la letra impresa.

Aún hoy sigo sintiendo el miedillo de siempre de encontrarme delante de la hoja en blanco, pero ahora lo disfruto porque he entendido que, más allá de que se cuente con una prosa buena o mala, la escritura es una disciplina al tiempo que un aprendizaje continuo en el que lo que importa, a final de cuentas, es pasarse un buen rato compartiendo con los demás lo que somos o soñamos ser.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Ese problema que es elegir carrera...

Esta tarde hablaba con una exalumna que me comentaba lo absurdo que resulta elegir carrera cuando se tienen 18 años pues, entre otras tantas cosas, no se tiene la madurez suficiente para valorar los contenidos recibidos, así como los esfuerzos realizados por autoridades y profesores.

En cambio, para mi es una acción suicida. ¿Cómo escoger la profesión a lo que uno se va a dedicar de por vida cuando, precisamente, se ha vivido tan poco? ¿Cómo tener certezas en una época de la existencia en la que sólo imperan las dudas? ¿Por qué verse sometido a una responsabilidad tan abrumadora cuando la diversión es lo que más importa?

Un aspecto importante en el tema es el de la vocación, misma que es importante descubrir a la brevedad. Si bien escuchar "el llamado" representa un paso importante, por desgracia no es lo único.

Recuerdo que lo de la historia me llegó en primero de secundaria gracias a que tuve un excelente profesor (un saludote, Jorge Valle) y los "Secco Ellauri", libros de historia universal que eran de lo más ameno y formativo. Desde entonces, y hasta el fin de la preparatoria, vi mi futuro en el estudio del pasado; de ahí que, pese a la oposición de mi padre, no dudara no un sólo momento en inscribirme en la carrera de Historia de la Universidad Iberoamericana.

Como suele suceder, entre lo que yo pensaba que era la carrera y lo que ésta era había un abismo, una diferencia que, en un principio, jugó a mi favor pues estaba deslumbrado ente el nuevo panorama que se abría ante mi.

El "enamoramiento" duró hasta el inicio del séptimo semestre, cuando descubrí la historia contemporánea y empecé a cuestionarme si realmente lo mío era lo historia o, por el contrario, las relaciones internacionales. ¡Y vaya que si me lo pasé mal durante ese mes! Después de haber peleado tantos años para estudiar una carrera, ¿cómo iba a decirle a propios y extraños que "siempre no"? Lo que finalmente me convenció de no hacer el cambio fue a revalidación de materias, pues de 42 que ya había cursado sólo me daban por válidas 4.

Estoy convencido de que hice lo correcto. En los últimos 19 años, y más allá de los asegunes propios de mi carrera y de mi profesión, la he gozado a tope y me la he pasado de maravilla; del mismo modo reconozco que en mucho ello se debe
a la vocación, cierto, pero también a esa inconsciencia de los 18-20 años que nos hace minimizar los riesgos al momento de tomar decisiones.

Aún así, debo seguir sosteniendo que elegir una profesión a esa edad es una auténtica acción suicida...

martes, 18 de agosto de 2009

El "Efecto Jarrito de Tlaquepaque"

La semana pasada me sucedió algo curioso. En un blog español publiqué una breve reflexión sobre la historia de México y lo traumático que nos resulta ésta como consecuencia, entre otros factores, de las constantes invasiones que el país sufrió en sus primeros años de vida independiente. Quien me conozca habría constatado que el tono y los contenidos utilizados son los mismos que aplico en mis cursos.

El punto es que hubo una lectora mexicana, un tanto distraída al parecer, que tuvo a bien confundirme con un español y me dedicó una cuantas lineas bastante ofensivas. Al parecer, lo que le molestó ere el hecho de que un "español" se atreviera a hablar sobre la historia de México en los términos en los que yo lo hice.

El malentendido así como los comentarios que recibí me divirtieron mucho pues pusieron de manifiesto ese fenómeno tan propio de nosotros que es conocido como "el Efecto Jarrito de Tlaquepaque" ("EJT"). Estas artesanías, fabricadas en el municipio jaliscience que lleva este nombre se hicieron famosas en todo el territorio por la facilidad con la que se rompían ca raíz de la mala calidad con la que eran fabricados.

Los mexicanos somos muy sensibles y nos pesa mucho lo que los otros puedan decir u opinar de nosotros, más aún si son extranjeros pues al tiempo que, como indica el lugar común, los "recibimos con lo brazos abiertos", estamos recelosos de ellos y cualquier comentario u opinión sobre nuestro pasado o presente solemos considerarlo como una agresión imperdonable.

Así, solemos tomarnos todo a pecho. Los comentarios, las alusiones, las advertencias y hasta las miradas; todo parece estar en nuestra contra como si propios y extraños no tuvieran en mente más que herir una susceptibilidad que se caracteriza por tener un umbral de tolerancia bastante limitado.

Recuerdo que en mis últimos meses en el Instituto Nacional de Bellas Artes entró una nueva compañera para que nos ayudara en la elaboración de los discursos de la Dirección General. Cuando uno se dedica a estos menesteres es importante recordar dos principios: jamás te creas lo que escribes y lo que se cuestionan los textos, no los autores. Pues bien, esta pobre mujer jamás lo entendió, de ahí que siempre estuviera agobiada y sintiera que cada corrección era un cuestionamiento personal.

Si uno presta atención, se dará cuenta de que casos como el anterior se repiten una y otra vez en los ámbitos académico, familiar, laboral e incluso personal; de ahí que esté convencido de que si la vida es por naturaleza una auténtica HdP, ¿para qué tenemos que hacérnosla más difícil con el "EJT"?

miércoles, 4 de marzo de 2009

¡Hay qué tiempos señor Don Simón!


Dice, y con mucha razón, la sabiduría popular que como México no hay dos, y vaya que si tiene razón. Parece ser que el nuestro es un país que se guía por el principio cuasi necesario de "hacer de lo fácil lo difícil, y de lo difícil... pues ni mejor hacerlo".

Comento esto porque acabo de leer la última entrada del blog de Guadalupe Loaeza sobre repatriar o no los resto del General Porfirio Díaz en el marco de los festejos del centenario de la Revolución Mexicana. Después de leer las pobres y pocas líneas que escribió, me queda en claro que lo de ella son, y me perdonarán, sólo ganas de chingar. Me queda claro que en el país tenemos cosas más importantes en qué ocuparnos, tales como la violencia, la crisis económica, el narcotráfico, la inseguridad, el desempleo...

Proponer temas como el arriba mencionado tipo de temas es buscar polemizar a lo zonzo. ¿Qué ganamos como sociedad y país discutiéndolo?, ¿quienes quieran la repatriación serán villanos y sus opositores héroes o viceversa?, ¿acaso el tema es relevante porque el poder ejecutivo federal está en manos de un panista?, ¿seremos más o menos mexicanos porque los restos de un político mexicano yazcan aquí o en Francia?

Puede ser que tal vez me encuentre de malas y esté siendo muy duro con la señora Loaeza; tal vez no haya entendido en primera instancia su propuesta. Es por ello que, en un arrebato de empatía, me sumo al espíritu de su propuesta con otras que, considero, son del interés nacional:

  1. ¿Debemos buscar o no los restos de la pierna de Santa Anna?
  2. ¿Debemos buscar los restos del brazo de Manuel González?
  3. ¿Debemos ir al Panteón de Huatabampo y extraer las cenizas del brazo de Álvaro Obregón para colocarlas de nueva cuenta, pero en formato diferente, en el monumento que lleva su nombre?
  4. ¿Debemos o no buscar las cenizas de los pies tatemados de Cuauhtémoc?
  5. ¿Debemos o no buscar El Dorado y la fuente de la eterna juventud?
  6. ¿Debemos buscar o no al niño perdido?
  7. ¿Debemos o no ir al Panteón de San Fernando y a la Cripta Imperial de Viena para clonar, respectivamente, a Benito Juárez y Maximiliano para que se den de nueva cuenta su quién vive?
Habiendo recuperado de nueva cuenta la cordura, y en el entendido de que el gobierno hará poco por solucionar los problemas que asfixian la país, creo que algo que si está en sus manos, como en las de ese grupo de intelectuales orgánicos que no se atreven a salir del clóset pero que bien chupan del erario público, es reparar en parte el daño hecho e improvisar (para organizar ya no hay tiempo) unos festejos dignos en torno al bicentenario de la independencia y centenario de la revolución nacionales. es por ello que estoy convencido que es el momento de que nos dejemos de pendejadas, como de costumbre, y nos pongamos a trabajar en el beneficio de este país que tanto lo beneficia.

P.D. Y para quien quiera seguir perdiendo el tiempo, aquí está este video con la voz de Porfirio Díaz:


martes, 3 de febrero de 2009

De regreso al "alma mater"

La última vez que di clases en la Universidad Iberoamericana fue en diciembre de 2003. Decidí no continuar por el tráfico desquiciado con el que me enfrentaba antes de las siete la mañana. "Mala manera de empezar el día", repetí cada martes y jueves por diecisiete semanas hasta que, , comuniqué al departamento de historia me decisión de no continuar.

Con el paso del tiempo, extraño un poco la emoción de dar clase ahí. A final de cuentas, fueron ocho años ininterrumpidos de docente, catorce si sumo los que pasé de esculapio, y como nobleza obliga, considero que en este caso la morriña es más que un sentimiento legítimo.

El lunes pasado tuve la oportunidad de suplir en una clase a mi esposa. Volví a mentar madres por el tráfico, por el estacionamiento, por el frío y por el gentío congregado en las escaleras centrales (¡es increíble cómo el olvido nos lleva a idealizar algunas cosas!). Era un grupo bastante heterogéneo de alumnas de historia del arte, igual al que tuve por primera vez como docente en la UIA, que mostró el interés justo como para que estuviera a gusto hablando de historia de México.

Esa noche, mientras era uno más en un embotellamiento que parecía no tener fin, me dio por recordar mis días en la licenciatura y, en especial, a algunos de mis profesores que, con su ejemplo, marcaron mi vida académica y profesional respecto a lo que debía y no debía hacer o decir.

Me acordé del "Alasqueño" un profesor que de idiotas no nos bajaba, pero cuyo único mérito académico había siso el de ser, junto con su primo, los únicos estudiantes mexicanos en la Universidad de Alaska; también de la "Güereña", la maestra fashion que nos paseaba, cuando llegaba a la cita, por todos los archivos y bibliotecas de la ciudad de México. "Lulú", amabilísim siempre en clase pero una amnésica desgraciada en los exámenes. 

También me acordé de Bernardo, un exsacerdote que nos daba la clase de "Historia y Psicología" y que ha sido el único profesor que reconoció que no tenía ni idea de qué se trataba la clase; del "Baby Face", maestro "traga-años" y paciente que estuvo a punto de enloquecer gracias a las males artes de nuestras compañeras de historia del arte; de "Concha", la encarnación de la violencia innecesaria en la enseñanza del mundo prehispánico y purista de la lengua que jamás aceptaba sinónimos; la "Christlieb, que nos enseñaba geografía histórica con libros para niños de 6º de primaria, aunque los mapas que nos dejaba hacer eran bastanteentretenidos.

De igual forma, recordé a Rodrigo, egresado del Instituto Mora y muy buen profesor que, según los rumores, ahora vende plata en su natal Taxco (y no por culpa mía y de mis compañeros, que conste); a la maestra de "salud mental y compromisos morales" -inscrito en la materia a traición de mi actual esposa, lo que me hace pensar que desde entonces halló algo en mi que le perturbaba-, que se debía empeyotar una vez al semestre a manera de terapia; a Daniel Toledo que fue la parte marxista de la carrera y que a muchos desquiciaba por su acento chileno y su manera tan peculiar de calificar; al maestro de "historia del derecho", que no de historia no sabía nada, pero que de derecho asumo que si, pues en cada clase no enseñaba una forma diferente para corromper a ministerios públicos y jueces.

Me acordé de Shulamit, tan bella por adentro como por afuera, que ha sido una maestra muy exigente pero que siempre confío en mi. Del buen Rubén, qué pese a fastidiarme con el fútbol y jamás sacar buenas calificaciones con él, me enseñó a acentuar, a tomarle gusto a la literatura y, de refilón, a aborrecer a los Pumas. De Ricardo Rendón (QEPD), desgraciadamente exigente en el trabajo, divertido en clase e irónico en los regaños. Del Padre López Moctezuma (QEPD), prueba fehaciente de lo cabrona que puede ser la vida al enfermar de Alzheimer a quien era una biblioteca andante. 

De Cristina, enemiga declarada de toda aquella época que vaya más allá del siglo XVIII y que no contemple a los vascos y que su reiterado reclamo/pregunta "¿Para cuando la tesis" me hizo darle el esquinazo más de una vez. Del buen Rubial ejemplo de tolerancia y de la paciencia que un profesor docente debe tener para explicar a una alumna que no es necesario matar a las ovejas para trasquilarlas o que los campesinos del medievo no atrapaban mariposas en los cotos del señor feudal. 

De Javier Tello, que en su curso de "historia de Rusia" me intentó demostrar, sin éxito, que si existe una diferencia abismal entre un 8.6 y un 8.7 de calificación en un trabajo. De Martaelena Negrete, testimonio de que es posible ser una historiadora fregona y estudiar en el COLMEX y seguir entrando en la categoría de "ser humano". De Jane y su rudeza cualtitativamente diferente y necesaria para forjar historiadores. Del padre Cacho y sus viajes "non stop" al topus uranus; y de Mari, quien sin elevarse tanto, nos llevó de la mano por el campo minado de la historiografía. De Magdalena + y sus horóscopos de final de semestre, que más que ser un perfil laboral futuro de cada uno de sus alumnos, fue más bien una profecía de tragedia griega contra la que hace tiempo que dejé de pelear. 

De Guillermo, excelente investigador y teórico de la historia, pero un huevonazo para impartir clases. Siempre éramos los alumnos los que exponíamos en el seminario y jamás pudimos quitarle el gesto de hueva con el que sufría nuestras exposiciones. Me queda claro que defraudé sus expectativas, a saber cuáles fueran éstas, y que caí de su gracia. En mi condición de "alumno caído" la única vez que mostró interés por mi trabajo fue para preguntarme sobre el tipo de fuente que había usado para escribir el texto.

A todos ellos, y a los que no he podido mencionar por olvido, muchas gracias.