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domingo, 22 de enero de 2012

Yo también he sido negro... literario

Es una moda; una moda deshonesta y muy molesta. Surgió el año pasado pero en vez de apagarse, parece extenderse como fuego entre gasolina.

Algunos de nuestros políticos, en especial los que aspiran a quedarse con los grandes huesos, están sacando libros a diestra y siniestra. No importa que sus lecturas se encuentren coronadas por el "Libro vaquero", el "Esto" o el "Hola", que sean incapaces de mencionar los libros que los han marcado en su vida o que cambien alegremente los nombres de los libros y de sus creadores.

Claro está las anteriores son minucias a las que no debemos prestar atención pues lo que importa es que nuestros políticos nos honran con textos, más o menos voluminosos, en los que nos comparten su visión del país y las fórmulas -la mayoría de ellas fantásticas- para sacarlo adelante.

De no conocer a los de su estirpe, diría que son hombres y mujeres tan capaces, que además de legislar o de llevar las riendas de una gubernatura o secretaría de Estado, tienen la energía y el tiempo para pensar, poner en orden sus ideas y llenar con ellas páginas y más páginas en blanco. Sin embargo, todos sabemos que no es así.

Ignoro si sea el segundo oficio más antiguo del mundo, pero lo que si sé es que escribir por otros es tan viejo como la política misma. El nombre con el que conocemos esta actividad es tan políticamente incorrecto como lapidario: "negro literario". Uno se enajena, deja de ser sí mismo, tiene ideas diferentes, expresiones poco habituales y termina por transformarse en "el otro", en aquel que afloja el dinero para llevar a cabo esta alquimia.

Y que en la política abundan los negros literarios lo sé porque yo fui uno de ellos. Lo hice por cerca de seis años y no da pena decirlo, aunque reconoceré que me costó al principio bastante trabajo. Todos los días me quebraba la cabeza y me sentía fatal por poner cosas en las que no creía o que, peor aún, sabía que eran mentiras descomunales. Y hubiera mandado todo a paseo de no ser por una persona que me dijo: nunca olvides que tu trabajo es escribir por otro, no creerte lo que escribes. A partir de entonces mejoró considerablemente mi panorama.

La experiencia fue buena mientras me agradó, pero llegó un momento en el que opté por cambiar de aires. Cada vez era menos original y más reiterativo, ponía poco esmero al escribir y sólo me interesaba crear textos cumplidores, Permanecer en aquella oficina, que tantas alegrías me había dado, no era ni emocionante ni ético; por eso, y otras cuestiones más, me armé de valor y me marché.

Entiendo que los políticos estén haciendo su luchita con la publicación de libros que responden más a las ansias de poder y al posicionamiento inmediato en la opinión pública, que a un genuino interés por mejorar la situación del país. Ellos están en su derecho de hacerlo, como nosotros en el nuestro de no dejarnos engañar y preguntarnos ¿a cuántos "negros literarios" tuvieron que recurrir para querernos deslumbrar?

viernes, 4 de diciembre de 2009

Esa curiosa manía que es escribir

La semana pasada terminó el curso y dio inicio el tiempo de exámenes. En esta ocasión, pedí como trabajo final a mis alumnos de tercero un ensayo sobre algún tema que fuera de su interés. Si bien las calificaciones no fueron destacadas, lo cierto es que el resultado superó mis espectativas. Y así se los hice saber en la última clase del semestre, animándoles tanbién a que siguieran escribiendo.

Debo confesar que mi experiencia con la escritura fue bastante tardía. De adolescente me gustaba leer, pero nunca fui de esos que se dedicaran a escribir historias, mucho menos poemas donde volcar todos mis anhelos, amores y frustraciones... ¡qué flojera!

Al entrar a estudiar historia no tuve más opción que empezar a escribir pues era de cajón que en cada materia nos solicitaran un trabajo individual para evaluarnos. Fue entonces cuando descubrí uno de los grandes problemas de la escritura: el gusto del lector. Así, en más de un semestre sucedió que mientras a un profesor le agradaba mi forma de escribir, a otro le desagradaba.

Recuerdo con especial gusto los problemas que mi estilo generó en el seminario de titulación que compartí con compañeros de maestría y doctorado. Valentina Torres, profesora de la carrera y lectora de mi tesis, se quejó amargamente de éste por estar lleno de gongorismos (¡pobre Góngora!) y "amablemente" a corregirlo. Claro está que de pendejo compré esa basura y creí que era un discapacitado para hilar con claridad más de tres palabras.

Pocos años después, leí el periódico entre clase y clase caudo me topé con un anuncio que me llamó la atención. Una editorial solicitaba escritores de libros de texto para preparatoria, entre ellos uno de historia. Consideré que más que un anuncio, aquella era una oportunidad de exorcizar ese antiguo fantasma de la escritura. Las cosas se fueron dando y en cuestión de tres años apareció mi "primer hijo": Historia de México.

Aunque la experiencia fue gratificante, no me satisfizo del todo pues tenía la sensación de que se podía tratar de un simple chiripazo, de un garbanzo de a libra. Pronto se me presentó la oportunidad de corroborar si ese sentimineto era real o no al entrar a trabajar al Institiuto Nacional de Bellas Artes. Mi labor ahí se limitaba a escribir: discursos, ruedas de prensa, prólogos, conferencias o cualquier tipo de texto relacionado con el arte.

Fueron casi seis años de práctica en los que aprendí a escribir gracias a los montones de textos que había que despechar y a la ayuda de mis dos grandes zenzeis: Jaime Vázquez y Daniel Leyva, así como de Saúl Juárez, director general, quien con sus párrafos tachados y acompañados de las míticas leyendas "cambiar" y "no me gusta" me obligó a aprender el bello arte de la improvisación literaria.

Salí del Instituto, entre otras cosas, porque ya estaba cansado de escribir casi lo mismo por tanto tiempo. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que descubriera que el mío ya era un vicio, que tenía la necesidad de escribir y sentir de nueva cuenta esa sensación liberadora que da el golpeteo del teclado y el placer que produce ver la letra impresa.

Aún hoy sigo sintiendo el miedillo de siempre de encontrarme delante de la hoja en blanco, pero ahora lo disfruto porque he entendido que, más allá de que se cuente con una prosa buena o mala, la escritura es una disciplina al tiempo que un aprendizaje continuo en el que lo que importa, a final de cuentas, es pasarse un buen rato compartiendo con los demás lo que somos o soñamos ser.