domingo, 31 de julio de 2011

La televisión y el internet

Ser niño en México en la década de los años setenta y tenerle cierto gusto a la televisión era una situación poco afortunada. Y no por la calidad de las series que se transmitían en los canales 5 y 8 (éste último se conevrtiría en el 9) que, además de entrañables, eran mucho mejores que las actuales (aquí salió el abuelo que todos los que tenemos 40 años o más sacamos a cada rato).

No, el problema era que no había una mísera serie cuyo final se transmitiera por la televisión. No sé qué le pasaba a Televisa (no podía ser de otra forma cuando aún sigo sin entenderla) cuando jamás comproba los capítulos finales. Hay quienes lo atribuyen a que éstos sería, supuestamente, más caros. Yo creo que se equivocan pues lo que en realidad sucedía era que no le importábamos los televidentes, más aún tratándose de los niños, quienes a sus ojos éramos una mezcla de retardados mentales en acto y rebeldes sin causa en potencia.

Recuerdo con especial cariño la serie El Tunel del Tiempo. La veía en un tiempo en el que no tenía ni idea que me iba a dedicar a la historia, pero tanto la entrada como la trama se me hacían de lo más emocionante y entretenido. Sin embargo, debo confesar que crecí con la frustración de no saber qué habían pasado con sus protagonistas -Tony Newman y Douglas Phillips- y, peor aún, de saber si finalmente pudiera regresar a su dimensión espacio-temporal o no.

No fue sino hasta la década del 2000 cuando descubrí que, en primera instancia, internet era una herramienta básica para dar respuesta a preguntas que, como las anteriores, me habían torturado en todos esos años. Así, descubrí, por ejemplo, que Tony y Douglas jamás pudieron regresar por cuestiones de raiting; que Homero Adams, el pater familias de los Adams, en realidad se llamaba González Adams, o que Eddie Munster iba a ser interpretado originalmente por Billy Mumy (William Robinson en Perdidos en el espacio) pero que sus padres se negaron a ello por las grandes cantidades de maquillajesque debía usar.

Sin embargo, pronto descubrí que intenet me brindaba más posibilidades, aunque un tanto peleadas con la legalidad. Si, satisfacer esas inquietudes que cargaba desde niño o enterarme de los chismes -del cotilleo- que rondaba alrededor de las series de mi infancia era una experiencia buena y liberadora, pero bastante limitante. ¿Para qué conformarme con ello cuando podía volver a ver las series? Es por ello que gracias a la red he rememorado un parte importante de mi infancia al ver una y otra vez aquellos programas que tanto me gustaban de niño del mismo modo como he tenido el privilegio de contemplar aquellos finales que por tanto tiempo eché de menos.

Reconozco, además, que como televidente, internet me ha liberado porque ya no estoy a expensas de las decisones de los sistemas de televisión de paga o de las cadenas que producen los programas. Si el capítulo o la temporada existe, ya estoy del otro lado. Sólo tengo que buscarlo, ponerme cómodo para verlo caundo yo quiera y sin cortes comerciales. Le doy la razón a mi esposa cuando dice que la experiencia no es igual que la que da la televisión; muy cierto, pero las sensaciones de libertad y de autonomía que me brinda son invaluables.


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domingo, 24 de julio de 2011

Las vacaciones

Escribo estas líneas víctima del catarro y de las quemaduras del sol mientras mis vacaciones agonizan. Fueron dos semanas que, aunque no estuvieron exentas de labores que realizar, implicaron al menos no poner un sólo pie en el trabajo y salir de la ciudad por cuatro días.
Debo reconocer que en estas lides de vacacionar he ido mejorando poco a poco desde que era niño, aunque reconozco que aún me queda mucho por mejorar. Me siguen jodiendo lo mismo los lugares muy concurridos que una almohada muy alta o un colchón demasiado blando. Insisto, he mejorado, pero reconozco que existen cosas que jamás modificaré.
Cuando era niño, viajar, particularmente a Acapulco, me representaba una dolorosa experiencia que apenas se veía compensada con la posibilidad de nadar en la alberca y en el mar. Mi primer problema era la comida. Pocas cosas me gustaban, así que mi dieta era muy escasa y poco variada. La leche no la probaba, al igual que el pescado, la carne y los frijoles; no así, el pollo, los refrescos y los helados que me proveían de los nutrientes necesarios.

Lo curioso es que esta dieta tan pobre era la causante de mi segundo problema: el estreñimiento. Podía pasarme días sin ir al baño y estar muy campante. Lástima que mi madre no pensara así. Ella se preocupaba mucho por mí situación, le llamaba a mí padre a la Ciudad de México y siempre terminaban recetándome el mismo remedio: un supositorio que hacía las veces de purgante. ¡Vaya injusticia! ¡Vaya sufrimiento! Existiendo otros remedios solubles o en tabletas, ¿por qué recurrir a un medio tan intrusivo?

En estos viajes también conocí el insomnio. Muchas noches caía noqueado en la cama para abrir el ojo en la madrugada y no cerralo sino horas después. Esos momentos los sufría mucho porque empezaba a extrañar mí cama -mí casa- y me sentía como un reo purgando cadena perpetua pues no podía ni encendar la luz ni la tele.

Con los años, y al hacer el recuento de los daños, reconozco que había cosas muy buenas. Mi madre me daba una libertad, que dudo ser capaz de dársela a mi hija, para ir y venir del hotel a la playa y de la playa al hotel; además, era muy paciente pues me consentía todos mis caprichos y nunca me jeringaba con el tema de la comida. De igual forma, mi padre solía alcanzarnos el viernes por la tarde para regresar todos juntos el domingo. Me emocionaba muchísimo verlo llegar al hotel porque eso significaba que íbamos a compartir un buen tiempo echándonos clavados y jugando en el agua, que me iba a llevar al cine (lo que nunca hacía en la Ciudad de México) y que me iba a dar un paseo nocturno en su coche antesde irnos a dormir.

En fin, el tiempo pasa, uno cambia, los sufrimientos y alegrías del pasado se convcierten en recuerdos, pero las vacaciones siempre estarán ahí...


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lunes, 27 de junio de 2011

Ese martirio que pueden ser los vecinos

Situado en la delegación Benito Juárez, supuestamente una de las mejores del Distrito Federal, el edificio en el que vivo tiene algunos habitantes cuyo ejemplo más bien parece ser muestra de lo contrario. No es una cuestión de dinero, pues ahí hay algunos que parecen tenerlo, y de sobra, más bien de consideración, cortesía y educación, virtudes que en poco o nada tienen que ver con los billetes, cheques y monedas. Para muestra, bastan algunos botones.

Tras haberlo hecho una vez, concluí que resultaba absurdo repintar mi coche. Gracias a los descuidos de algunos vecinos la pintura de las salpicadera ha sido botada por los ligeros, pero constantes, golpes de las portezuelas de los otros coches. Mejor ni hablar de las defensas, particularmente de la trasera, que a base de recibir pequeños golpecillos, está descascarillada. Como comprenderán, resulta imposible saber quién o quiénes son los responsables.

Está también la orgullosa madre de dos gemelos de menos de un año. Tiene la costumbre de ordenar a su chofer que pare el coche nada más llegar a la entrada del edificio. Entonces el mundo se detiene literalmente, pues ningún coche puede entrar o salir del edificio en tanto este hombre saca las sillitas del coche, las lleva al recibidor, las mete en el elevador y espera a que su patrona entre en él. Ya puedo tener una emergencia o cualquier clase de contingencia, que tengo que esperar a que este ritual concluya antes de poderme estacionar.

Una joyita es el vecino al que mi esposa y yo llamamos "el narquito". Si bien en en el trato resulta ser un tipo agradable, debe estar metido en unos negocios muy afines a su alias, cuando cambia de coche con cada final de mes y se cree el amo del edificio. Recién cambiado, tuvo la costumbre de retener siempre un elevador en su piso pues, total, como el edificio tenía dos, siempre quedaba otro para el resto de los vecinos. Ahora yo no lo hace, pero, a cambio, se ha adueñado del 23% del estacionamiento (según los cálculos del esposo de la orgullosa madre) para convertirlo en almacén y guardar en él todas sus porquerías.

Comparto piso con una mujer que conozco desde que era niño y que me parece que es centenaria (y, si no lo es, ojalá que llegue a la edad que aparenta). Recién cambiados al edificio se mostró un tanto cortés con nosotros, decir cordial sería un abuso, pero el embrujo terminó cuando me preguntó que si al igual que mi padre había estudiado medicina. Bastó que dijera que no para ganarme de nueva cuenta su desprecio. En la actualidad ya no habla, pero dedica unas miraditas que helarían las sangre del mismísimo Drácula.

No podría faltar la "funcionaria asesina", una mujer que trabaja en el sector público cuya preocupación es guardar a toda costa su coche en la parte techada del edificio. Está tan obsesionada con ello, que cada vez que no lo logra, le hecha una bronca fenomenal al portero. Es asesina pues se especializa en lanzarse despiadadamente a la yugular de sus enemigos en las juntas de condóminos. En ellas, los vecinos podemos estar discutiendo en términos medianamente civilizados cuando sin decir ni agua va, entra en catarsis. Entonces mira a la administradora, se le desorbitan los ojos, alza la voz y le recita una retahíla de insultos hasta que regresa a ella la calma. Suele ser entretenido, aunque después de un rato, se convierte en algo perturbador.

Por supuesto que también debería hablar de los otros compañeros de aventura, de aquellos vecinos que aunque son pocos, hacen que la vida en el edificio sea llevadera. Prometo hablar de ellos en una entrega futura.


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domingo, 19 de junio de 2011

Mis problemas y tus problemas



Acabé de leer Sunset Park, de Paul Auster, y recordé Camino Soria del grupo español Gabinete Caligari. La canción inicia así: "Todo el mundo sabe que es difícil encontrar en la vida un lugar". Y resulta que esta es una verdad "popera"  tan innegable como incompleta.

Innegable porque suele ser complicado conocer cuál es el papel que  debemos hacer en esta obra de teatro que es la vida e incompleta porque, en realidad, son varios los lugares que ocupamos en ella con los años.

Lo anterior me queda claro cuando se trata a gente más joven. Uno escucha con atención sus problemas en tanto que su rostro va perdiendo seriedad hasta coronarse con una sonrisa un tanto condescendiente. Hay quienes se enojan por considerar que no se toman en serio los "via crucis" de su existencia, en tanto que a otros les llama la atención el gesto y hasta preguntan qué es lo que lo produjo. Entonces se apela a la experiencia para decir que hace "siglos" uno también pasó por la misma bronca. Nada es para tanto, suele ser un buen remate para la conversación.

Sin embargo, creer que antes ocupábamos en la vida el lugar de víctimas y ahora el de sobrevivientes, es una tontería. Hay problemas que ya hemos superado y que nos sitúan en una posición privilegiada para dar consejos sobre ellos; pero hay otros que nos atormentan, que creemos que son insalvables al tiempo que arrancan carcajadas a quienes son más grandes que nosotros.

La clave es mantenerse en movimiento, ocupar distintos lugares en la vida. No se trata de evitar los problemas -objetivo imposible y estúpido- más bien de  estar alerta y afrontar obstáculos diferentes. Puede sonar como una perogrullada, pero no lo es. Basta un descuido para volvernos a atormentar con tonteras de la infancia o de la adolescencia, para pasar por situaciones aparentemente superadas y sentirnos bastante ridículos... 

martes, 17 de mayo de 2011

Un reencuentro inesperado


La última vez que lo vi fue hace 17 años. Corrijo. La última vez que hablé con él fue hace 17 años, y en todo ese tiempo lo habré visto al menos cinco veces, mismas en las que no le dirigí la palabra.

La historia, y nunca antes mejor dicho, inició al presentar mi proyecto de tesis al consejo de la carrera. A él le interesó mucho y me invitó a participar en un seminario  que coordinaba con sus alumnos de maestría y doctorado. Estaban tan emocionado, que hasta dejé mis clases en la Alianza Francesa (¡ERROR!) por participar en el mentado seminario.

En un principio, el entusiasmo fue mútuo y la realción alumno-profesor fluyó bien; sin embargo, hubo un momento -no recuerdo cuando a ciencia cierta- en el que el encanto se acabó. Entonces dio paso la desilusión. Simplemente no cumplí con sus expectativas, dejé de ser de interés para él y se encargó de dejármelo ver. A partir de ese momento el seminario se convirtió en un infierno pues algunos compañeros, distintos a los del inicio, se dieron cuenta de la siotuación y asumieron si me "tiraban a matar" quedarían bien con el jefe. Debo decir que si bien él jamás fomentó estas prácticas, tampoco mostró interés en acabar con ellas. 
 
Cuando me salí del seminario quedé más tranquilo. Además de descubrir cuán idiotas pueden ser los colegas con tal de estar bien con la autoridad, mi autoestima y tesis recibieron un descando, a veces interrumpido por los recuerdos de la experiencia y el enojo que ello me producía.
 
A final de cuentas, creo que la oportunidad me llegó muy pronto y muy chavo, al menos lo sificiente para no animarme a encarar algunos comentarios hechos de muy mala fe y a algunos dizque maestros y doctorandos que, me cae, que ni el olvido los merece.

Todo esto viene a colación porque ayer asistí a un evento académico muy pequeño en el que él también estaba. Con la llegada del receso, el reencuentro fue inevitable. ¿Saben qué fue lo mejor? Platicamos con verdadero gusto por diez minutos en una charla amena y muy entretanida, en la que el pasado quedó olvidado y que, a final de cuentas, fue catártica que me sentí liberado.

Para todos aquellos a los que les gustan las moralejas, aquí les va una: ¡ELIJAN BIEN A SUS DIRECTORES DE TESIS!