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lunes, 2 de mayo de 2011

Como te ves me vi, como te ves me verás


Hace tiempo escribí sobre el miedo que despierta en nuestra sociedad el tema del envejecimiento y de todos los pseudos recursos para intentar evadir lo que es ineludible.

Antes podía presumir que el tema no me daba miedo, hoy no. Ya no soy el mismo. Ahora no puedo permanecer impasible y me preocupo por el futuro, que en este caso, como en de los otros, es sinónimo de envejecimiento.

Sigo muriéndome en la raya conque querer retardar la llegada de la vejez es una reveranda tontería que se basa, una vez más, en querer aparentar lo que no se és. Del mismo modo, estoy convenicido de que lo único que realmente podemos hacer es aceptar el proceso con dignidad en tanto estiramos la pata. Quienes me preocupan son los demás.

Cada vez me doy cuenta de que en esta sociedad el envejecimiento es causa de malestar. Más que un proceso natural, parecería ser que "peinar canas" es un defecto. Si uno que, aparentemente, se corrige con caras largas, regaños, indirectas, mentadas de madre, es decir, con desprecio.

El problema es que el tiempo ha pasado y yo ya no soy el de antes. La maquinaria ya me empieza a fallar. De un tiempo para acá, el oído me juega mala pasadas frecuentemente, los ojos se casan más fácilmente y la lumbalgia ha decidido hacerme suyo con mayor constancia. 

Si bien estos achaques pecan aún de timidez, sé que con el tiempo se sumaran a otros y se tomarán la confianza suficiente para convertirse en mis "compis" de tiempo completo. Eso lo tengo claro, no así cómo me tratarán los demás. Muchas noches me quiebro la cabeza; le doy vueltas al asunto sin cesar y, cuando más negro me pinto el panorama, recuerdo que siempre tendré un último recurso: atormanter a los más jóvenes con la frase "como te ves me vi y cómo ves te verás" y convertirme el viejo más jodón del mundo.

martes, 11 de agosto de 2009

Espero ser alguna vez como él

Si lo de la evolución es verdad o no, lo ignoro. Pero en cambio, tengo la certeza de que todo en esta vida es cambio, a veces profundo y en otras casi imperceptible.

En principio, la afirmación puede parecer un asunto de perogrullo, pero no lo es. Si bien todos lo sabemos, pocos son los que realmente tienen conciencia de ello. Así, a muchos les causan un profundo malestar las modificaciones en la oficina, en el entorno familiar, en la vida privada y hasta en algo tan aparentemente nimio como son los deportes. En general, los seres humanos sentimos preferencia por ese cálido confort que nos brinda la monotonía; ese falso sentimiento de seguridad que nos da el creer que el día de hoy será igual al de ayer y al de mañana.

Pero de todas las transformaciones, hay una que causa especial pavor en nuestra cultura: el envejecimiento. Vivimos en una sociedad donde la juventud no es vista como un mero accidente o como un "mal que se cura con el tiempo", sino como una situación deseable o un privilegio. Así, los medios nos mandan incesantemente el mensaje de que ser joven es lo que está de moda pues es sinónimo de salud, éxito y prosperidad. En otras palabras, es lo único que cuenta en esta vida.

El problema no es que la prensa, radio, televisión, cine y conexos nos vendan tal idea, sino que haya gente que esté dispuesta a comprarla. No en balde la publicidad ha encontrado aquí un nicho redituable y no tiene empacho alguno en hacerlo promoviendo de mil y un formas el canto de estas sirenas del siglo XXI que son la cirugía plástica y los productos anti-envejecimiento.

La perversidad de todo esto radica en el hecho de que querer ocultar que la senectud forma parte del ciclo natural de la vida. En principio, todos estamos destinados a ser ancianos y el que no... pues que empiece a preocuparse porque se va a ir al otro barrio pronto. Pero lejos de ver esto como algo evidente, en nuestra sociedad impera el sentir de que la vetustez es mala pues por ser equivalente de declive, enfermedad, decrepitud, dependencia y agotamiento.

Más que preocuparnos por ser jóvenes eternamente (¡qué flojera!) tendríamos que prepararnos para envejecer dignamente y empezar a comprender que eso no es ni bueno ni malo... sólo normal y que, como todo en esta vida, tiene sus aspectos positivos y también negativos.

Permítase tomar como ejemplo a mi padre, quien está por cumplir los 80 años. Por supuesto que no es aquel hombre fuerte y sólido que solía ser una década atrás y su decaimiento físico se hace cada vez más patento, no lo negaré, pero es loable la dignidad con la que lo lleva. Vive sólo en su departamento; cocina y hace el aseo sin requerir ayuda; aún maneja -si bien de vez en cuando tiene por ahí algún percance-; se acaba de comprar sus aparatos para la sordera (¡finalmente!); ve todos los domingos a sus amigos en el Parque Asturias y, pese a haber enviudado hace dos años, ahora tiene novia y hasta piensa en casarse este mismo año.

Cuando estoy con él, veo a alguien sereno, a una persona que sabe que no puede hacer muchas de las cosas que solía hacer antes y lo asume, a un ser humano que con algo de sentido común y de estoicismo asume que es natural que se enferme con más frecuencia y que cada vez le cueste más trabajo levantarse del sillón, pues como dice "¿Y qué querías? Son ya casi ochenta años y el tiempo no perdona". Al escucharlo, no puedo más que guardar silencio con el deseo de ser como él cuando llegue el momento.