martes, 9 de febrero de 2010

Una misa negra

Llegué a Gijón una lluviosa tarde de junio de 1987 y me hospedé en casa de mi tía abuela. Acababa de terminar la preparatoria y mis padres me enviaron allá para pasar las vacaciones.

Aquel pintaba para ser un verano algo aburrido y bastante anodino, de no haber sido gracias a mi primo Nacho y a sus amigos de la escuela. Los conocí a casi todos, salvo a Moro que andaba de viaje por Alemania con su padre, en una tarde que él había quedado con ellos para tomar algo. Fue así como del golpe y porrazo me encontré con Bea, Eva, Jandro, Juan, Rafa, Mario, Marga y Merche, banda a la que se sumo Moro un par de semanas después. La verdad es que no me puedo quejar de la recepción pues me integraron al grupo y me trataron de maravilla desde el primer momento.

Lo bello de tener 17-18 años es que, aunque no estes consciente de ello, crees que todo lo puedes, que nada te va a pasar y, en consecuencia, haces más las cosas por ocurrencia que por razón. Y vaya que si hicimos muchas de tales tarugadas ese verano.

Ena nos había invitado a su casa familiar en un pequeño poblado que se llama San Martín del Rey Aurelio. La casa se hallaba a mitad de la montaña, al lado de una carretera vecinal y rodeada de un bosque cerrado. A Juan, Moro y a mi se nos hizo una buena puntada aprovechar aquel escenario tan propicio -según las "sapientes" lecturas esotéricas que nos jactábamos de haber hecho- para celebrar una invocación satánica. Una verdadera estupidez, ¿verdad?, pero debo insistir: ¡era la maldita edad!

Tomamos el tren y llegamos a la casa por la tarde. Nos acomodamos en la casa y, después de cenar, empezamos con los preparativos. Mientras Juan y Moro se vestían de negro, los demás salimos a la carretera, donde Nacho y yo pintamos un pentagrama, encendimos las velas en su interior y lo rodeábamos con un gran círculo de sal. Recuerdo que lloviznaba y que la noche era tan cerrada que no podíamos ver más allá de un par de metros.

Cuando nuestros "sacerdotes" entraron en símbolo esotérico, les tomamos unas cuantas fotos, colocamos una grabadora y nos marchamos. Ninguno tenía el valor para quedarse y presenciar aquello. La espera no fue mucho mejor. Estábamos en la sala, unos con cara de funeral, otros mordiéndonos las uñas y Mario fumando, la única vez en la vida que lo he visto hacerlo; pero todos imaginándonos mil y un historias sobre lo que estaría sucediendo allá afuera donde, dicho sea ded paso, había un silencio sepulcral.

Depués de vienticinco minutos, que pasaron como si se tratara de una hora, Juan y Moro regresaron con una cara de felicidad. Confesaron que no habían visto ni oído nada extraordinario hasta rebobinar la cinta y escucharla. Cuando nosotros lo hicimos nos percatamos que casi al final aparecía un grito desgarrador que aparentemente provenía de muy lejos; un ruido que nadie, dentro ni fuera de la casa, había notado. Todos nos quedamos de piedra.

Sacamos varias copias de la cinta, una de ellas la traje conmigo a México. Las fotos, dos en realidda, las recibí den casa un mes después, acompañadas de una atentísima carta de Moro en la que, entre otras tantas cosas, me decía que el rollo se había revelado parcialmente no por motivos sobrenaturales, sino por la conocida impericia de mi amigo en estos menesteres.

A manera de conclusión, no me resta más que decir cuan veraz es el refrán que reza: "Dios los cría y ellos se juntan". Si señor.

domingo, 17 de enero de 2010

Sobre los estacionamientos públicos

Arquitecto al fin, mi suegro solía quejarse amargamente de que una de las cosas que peor se construían en el país eran los estacionamientos, verdaderos laberintos que, las más de las veces, parecen carecer de sentido alguno. A lo anterior quisiera añadir otro problema, al menos en el caso de los estacionamientos aún no automatizados: son una cueva de ladrones.

Dos veces en diciembre y una este mes han sido las ocasiones en las que he tenido problemas con el cobro en tres estacionamientos diferentes. Ignoro si se trate de la carencia absoluta de habilidades matemáticas por parte de los encargados o, simplemente, que sean un montón de ladrones, pero lo cierto es que llega a ser un fastidio.

Aunque esto sucede en los estacionamientos de lo centros comerciales, los peores son, sin lugar a dudas, los del centro histórico. Con las calles congestionadas de automóviles y vendedores ambulantes y sin la posibilidad de estacionarse en la vía pública, la única opción es dejar el coche en los estacionamientos públicos de la zona. Ubicados en construcciones ruinosas y atendidos por microbuseros frustrados, estos negocios son una auténtica "cueva de Alibabá". Si bien todos tienen la tarifa en un lugar visible (25 pesos por hora), el momento de la verdad llega al momento de pagar pues, como si por arte de magia se tratara, las horas tienen 40 minutos, dos horas de estancia se transforman en cuatro, y las fracciones de 15 minutos se cobran como si fueran de 60.

Es por ello que ahora nada me sorprende en la materia. Mientras camino para pagar hago dos cosas: calcular el monto y ponerme de mala leche y, precisamente lo segundo me ayuda con lo primero. La experiencia me ha enseñado que los buenos modos en poco ayuda a lidiar con esta banda si uno desea hacer respetar los derechos que posee como consumirdor.

Si bien la automatización de los estacionamientos no es la panacea (también he tenido algún que otro problema con ellos), gracias a ella no tengo que lidiar con hampones ni pelearme por el cobro descaradamente abusivos. Contrario a lo que pienso, me siento más en paz teniendo que negociar con una máquina que con una persona... ¡Qué tiempos tan extraños son estos!

Pasando a cosas más serias, la situación en Haití está de la fregada, mucho peor que la que vivimos en la ciudad de México en 1985. Sé que a veces nos resulta difícil llevar medicinas, ropa o alimentos a los centros de acopio, del mismo modo que somos muchos a los que no nos gusta dar donativos en efectivo porque desconfiamos del uso que se les vaya a dar. Sin embargo, una opción recomendable para quienes quieran donar dinero (que también hace mucha falta), es Médicos Sin Fronteras. Esta es la liga.

domingo, 3 de enero de 2010

Este año que inicia

Tal vez fuera la experiencia o tal vez mi estado de ánimo, pero decidí hacer algunos cambios de último minuto. Antaño solía robar un par de horas al 31 de diciembre para hacer un balance final del año; pero dado que me pasé gran parte del 2009 haciéndolo, quise dar un giro y entrarle a la onda de los rituales del fin de año.

Así, y aún con mis reservas, dediqué la última tarde del 2009 a limpiar mi clóset, pues, según lo que he escuchado y leído, es un camino que le permite a uno fluir y no estancarse. Al igual que lo anterior, y en aras de que la dio$a fortuna me volviera sonreir, me chuté toda la fiesta de año nuevo (o noche vieja) en la íntima compañía de una moneda de diez pesos entre el zapato y el calcetín derechos. En fin, con el paso de las semanas y los meses sabré si el esfuerzo valió la pena o si tan sólo perdí el tiempo.

No vaya a pensarse que dejé todo a manos del azar pues me di un tiempo para reflexionar en torno al 2010. Y que conste que lo hice con sumo cuidado, procurando evitar las demandas desmedidas así como las expectativas poco realistas y limitándome a pensar sobre aquello que en verdad necesito que, en esencia, es lo que también deseo. Estoy convencido que en materias como la presente, la claridad en las metas y medios resulta a la postre más efectiva y barata que un tratamiento psicológico contra la frustración y su hija, la ira.

Aunque evitaré entrar en detalles, no es el lugar ni el momento, al menos confesaré que entre mis propósitos se encuentra el de regresar a uno de mis pocos vicios confesables: la ciencia ficción. Tras casi cuatro años de semiinactividad, he decidido dedicar más tiempo a este género, o subgénero, según el afecto o desprecio que cada uno sienta por él. Sonorá como una obviedad, pero había olvidado el placer que siento al concebir y escribir pequeñas historias y cuentos de futuros más apocalípticos que idílicos (así soy, ni modo); gozo que además se duplica, no lo negaré, si los veo publicados en alguna e-magazine o revista.

Creo que este gusto, al fin pequeño e inofensivo, es una buena forma de iniciar el año y de vivir con más calma y gusto cada uno de sus 365 días.

martes, 15 de diciembre de 2009

La última y nos vamos

El año se acaba y este es mi último post hasta el 2010. He de confesar que espero con ansiedad las doce campanadas para echarle la última palada y enterrarlo en lo más profundo de ese cementerio que es el pasado.

El 2009 fue de contrastes. Inició de manera prometedora, con muchos sueños, proyectos interesantes, la llegada a los cuarenta años de vida y, más importante aún, algunas certezas sobre la existencia. Entonces me preguntaba, más como curiosidad que como reto, si realmente habría algo que pudiera salir mal. Lamentablemente el destino pareció malinterpretar un curioseo simple con un desafío y se ensañó conmigo -me queda claro que por hocicón- como nunca antes lo había hecho, llevando mis errores y omisiones hasta sus últimas consecuencias y echándome, además, carretadas de mierda encima.

Febrero fue el mes, 11 el día. A partir de entonces el 2009 se transformó en un tiempo de muertes, de pérdidas en vida, de luto, de mentiras y verdades a medias, de frustraciones, de desengaños, de incertidumbre, de obsesiones sobre los tiempos pretéritos, de estrecheces y, maldita sea, de triunfos que no pude saborear cabalmente por ese deje de amargura que me acompaña desde entonces. Ha sido como estar en una montaña rusa en la que las cuestas son pronunciadas y se ascienden lentamente, las bajadas son vertiginosas, y antes de recuperar el aliento, el recorrido reinicia por enésima ocasión. Uno jamás se acostumbra a ello.

Resulta particularmente difícil llegar a este momento en la vida y darte cuenta de que la gente, así como la existencia, no son cómo las concebías; que en el fondo sigues siendo el mismo zoquete de 11 ó 22 años que no veía venir las cosas hasta que ya era demasiado tarde. Nuevos fantasmas aparecen en tu vida, te aferras al pasado mientras te atormentas con pensamientos que te creías incapaz de tener, maquinas historias descabelladas, descubres que hay momentos en los que la frontera entre el bien y el mal es tan tenue que terminan por confundirse y confundirte, y comprendes, por último, que todo en esta vida es cambio y que no puedes hacer nada para detenerlo, mucho menos para evitarlo.

Ahora que agoniza, quiero creer que el presente ha sido un año de ajuste de cuentas kármico, un momento de quiebre que marcará el inicio de algo nuevo -que aún no soy capaz siquiera de vislumbrar-, una lección aprendida en carne propia de la frase "el dolor es inevitable pero el sufrimiento es opcional", al tiempo que una oportunidad para "despertar"finalmente.

Si, este año es el peor y más doloroso en mi vida. Reconozco que no he sido la mejor de las compañías y que no he tenido empacho en fastidiar con mi amargura y enojo a quienes me rodean. Por ello quiero disculparme con los que me han tenido que soportar día tras días a lo largo del 2009 dentro y fuera del trabajo y agradecer infinitamente a l@s amig@s que con su mera compañía, y sin saberlo, fueron una fuente de alivio; tambien a l@s que me prestaron incondicionalmente su hombro para desahogar la ira y la rabía que me embargaban y llorar de desconsuelo a mitad de la noche y cuando más nebuloso veía el panorama.

Quiero reconocer en especial la labor realizada por Decs y Alejandro Prieto pues gracias a su ejemplo, siempre involuntario, he abierto los ojos y comprendido que no hay que buscarle sentido a todo, que el amor se manifiesta de formas tan extrañas que a veces resulta incomprensible y hasta doloroso, que ninguno de nosotros es en realidad indispensable en esta vida y que el de la felicidad es un camino con muchos trayectos que se deben recorrer individualmente y de adentro hacia afuera...

viernes, 4 de diciembre de 2009

Esa curiosa manía que es escribir

La semana pasada terminó el curso y dio inicio el tiempo de exámenes. En esta ocasión, pedí como trabajo final a mis alumnos de tercero un ensayo sobre algún tema que fuera de su interés. Si bien las calificaciones no fueron destacadas, lo cierto es que el resultado superó mis espectativas. Y así se los hice saber en la última clase del semestre, animándoles tanbién a que siguieran escribiendo.

Debo confesar que mi experiencia con la escritura fue bastante tardía. De adolescente me gustaba leer, pero nunca fui de esos que se dedicaran a escribir historias, mucho menos poemas donde volcar todos mis anhelos, amores y frustraciones... ¡qué flojera!

Al entrar a estudiar historia no tuve más opción que empezar a escribir pues era de cajón que en cada materia nos solicitaran un trabajo individual para evaluarnos. Fue entonces cuando descubrí uno de los grandes problemas de la escritura: el gusto del lector. Así, en más de un semestre sucedió que mientras a un profesor le agradaba mi forma de escribir, a otro le desagradaba.

Recuerdo con especial gusto los problemas que mi estilo generó en el seminario de titulación que compartí con compañeros de maestría y doctorado. Valentina Torres, profesora de la carrera y lectora de mi tesis, se quejó amargamente de éste por estar lleno de gongorismos (¡pobre Góngora!) y "amablemente" a corregirlo. Claro está que de pendejo compré esa basura y creí que era un discapacitado para hilar con claridad más de tres palabras.

Pocos años después, leí el periódico entre clase y clase caudo me topé con un anuncio que me llamó la atención. Una editorial solicitaba escritores de libros de texto para preparatoria, entre ellos uno de historia. Consideré que más que un anuncio, aquella era una oportunidad de exorcizar ese antiguo fantasma de la escritura. Las cosas se fueron dando y en cuestión de tres años apareció mi "primer hijo": Historia de México.

Aunque la experiencia fue gratificante, no me satisfizo del todo pues tenía la sensación de que se podía tratar de un simple chiripazo, de un garbanzo de a libra. Pronto se me presentó la oportunidad de corroborar si ese sentimineto era real o no al entrar a trabajar al Institiuto Nacional de Bellas Artes. Mi labor ahí se limitaba a escribir: discursos, ruedas de prensa, prólogos, conferencias o cualquier tipo de texto relacionado con el arte.

Fueron casi seis años de práctica en los que aprendí a escribir gracias a los montones de textos que había que despechar y a la ayuda de mis dos grandes zenzeis: Jaime Vázquez y Daniel Leyva, así como de Saúl Juárez, director general, quien con sus párrafos tachados y acompañados de las míticas leyendas "cambiar" y "no me gusta" me obligó a aprender el bello arte de la improvisación literaria.

Salí del Instituto, entre otras cosas, porque ya estaba cansado de escribir casi lo mismo por tanto tiempo. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que descubriera que el mío ya era un vicio, que tenía la necesidad de escribir y sentir de nueva cuenta esa sensación liberadora que da el golpeteo del teclado y el placer que produce ver la letra impresa.

Aún hoy sigo sintiendo el miedillo de siempre de encontrarme delante de la hoja en blanco, pero ahora lo disfruto porque he entendido que, más allá de que se cuente con una prosa buena o mala, la escritura es una disciplina al tiempo que un aprendizaje continuo en el que lo que importa, a final de cuentas, es pasarse un buen rato compartiendo con los demás lo que somos o soñamos ser.