jueves, 24 de septiembre de 2009

De bodas y algo más...

Si bien de un tiempo para acá aborrezco las bodas, lo cierto es que nunca me han gustado. Recuerdo que de adolescente sacaba en ellas lo peor de mi, como en aquella vez a los catorce años. Estaba sentado sólo en la mesa mientras mi padres y tíos bailaban cuando una señora que llevaba de la mano se me acercó y me dijo: "mi hija quiere bailar", a lo que le respondí "adelante, no tengo inconveniente alguno". Lamentablemente perdí esa vivacidad y cinismo a partir de que decidí tomar esa puerta falsa que es el anestesiar el cerebro con grandes dosis de alcohol.

No obstante lo anterior, y lo reconozco con un poco de vergüenza, hubo un tiempo en el que creí sinceramente esa idea de que en las bodas se podía encontrar el amor de la vida, aunque a Dios gracias, pronto salí de tan craso error.

Era la primavera de 1991 y, tras poco más de dos años de haber enviudado, decidió contraer nupcias por el civil. El asunto no empezó bien pues el juez tuvo el poco tino de leer la epístola de Melchor Ocampo en su totalidad (dejo la liga para aquel ocioso que desee ojear el documento: http://historicaltextarchive.com/sections.php?op=viewarticle&artid=454) y, por si ello no hubiera sido poco, tardaron bastante en servir la comida.

Aunque lo anterior me había puesto de mala leche, bastaron tres vodka-tónics para que empezara a ver las cosas de un modo diferente, tanto así que decidí sacar a bailar a una chica (algo inusual pues no me gusta bailar). Era rubia, de estatura media y un tanto caderona. Se llamaba Lorena, tenía 18 años y era amiga de mi prima.

De que hubo química, la hubo pues después de bailar y platicar por un largo rato, acordamos cenar el fin de semana siguiente. Para lucirme (¡tonto de mi!) fuimos al ya fenecido "Rugantinos", y aunque pasé un buen rato, me incomodó que ella era poco platicadora y, en consecuencia, la velada estuvo plagada de silencios incómodos, a los que como mucha gente, les tengo pavor. "Bueno -me dije tras dejarla en su casa- tal vez sea cosa de romper más el hielo".

Una semana después volvimos a salir, ahora para ir a los cines que quedaban en Plaza Satélite. De camino, Lorena mostró el mismo mutismo de la cena, a lo que respondí con una diarrera verbal que duró un a media hora, hasta que las luces del cine se apagaron.

Si me pregunta sobre la película, debo confesar que no me acuerdo,de nada pues me la pasé mentando madres hasta que, de manera abrupta, la proyección se interrumpió y la sala se iluminó. ¡Era el intermedio! ¡Lo único que me faltaba! Fue entonces cuando me puse en plan radical y tomé la decisión de callarme y ceder la iniciativa a Lorena. El resultado fue el previsible: un cuarto de hora de silencio.

Al fin de la función estaba tan encabronado y deseoso de terminar con la situación que, de manera unilateral, cancelé la cena y llevé a mi cita directamente a su casa, lo que representó unos 25 minutos de viaje afónico. Cuando llegamos, y contrario a mi estilo, exploté:

-¿No te gusto o qué?
-Bueno... si..., si me gustas -respondió tímidamente.
-Pues no lo parece.
-... es que esta es mi manera de ser -se justificó.

Antes de bajarse del coche quedé en llamarle para vernos en siete días. Mentí. La siguiente vez que la vi fue diez años después en la boda de mi prima. No hubo un saludo, ni siquiera una mirada; ambos, al igual que nuestras parejas, nos ignoramos olímpicamente para no pasar de nueva cuenta, un mal rato.

Es por eso, y otras tantas cosas más, que soy de la idea que con las bodas hay que llevarla "poco y de lejos".

lunes, 7 de septiembre de 2009

Mi amigo Moro

He de confesar que nunca he sido muy amiguero. Tal vez sea herencia paterna, o aporte propio, pero es un hecho que nunca he tenido la necesidad de estar rodeado de un montón de personas a las que considerase mis "amigos".

Cierto, son pocos pero muy buenos, de ahí que me dé por satisfecho con los que tengo. y que usualmente no me dé más por hablar de ellos, si bien de todos hay uno muy especial pues ni la distancia ni el tiempo han medrado nuestro amistad.

A Moro le conocí en el verano de 1987 gracias a mi primo Nacho. Eran compañeros en el instituto y un día coincidimos en "El Oasis", la discoteca a la que acostumbrábamos a ir... de tardeadas (¡oh, vergüenza!). Resultó que de esa vez nos caímos bien, entre otras cosas, por que los dos teníamos la firme convicción de estudiar la licenciatura en Historia.

En esa época no le tupíamos tan duro al trago, como años después lo haríamos, y, sin embargo, ya estaba un tanto deschavetado. Aún no sé cómo lo logró, pero nos convenció a un puñado de amigos para que le ayudáramos a celebrar una "misa negra". Era una de las noches más obscuras que recuerdo; llovía y nos hallábamos en medio de una carretera rural en plena zona montañosa de Asturias. Juan, Nacho y Moro dibujaban el pentagrama con un gis, yo hacía un círculo de sal alrededor de ellos mientras que el resto de la concurrencia nos observaba con rostros de nerviosismo. Una vez que la ceremonia inició, todos, a excepción de Juan y Moro, nos retiramos del sitio no sin antes encender la grabadora para tener un testimonio de la celebración. Curiosamente durante ese momento escuchamos muchos ruidos que la grabadora no registró...

Dos años más tarde, nos reencontramos y descubrimos que además de la historia, compartíamos otra vocación, igual de auténtica que la anterior: la de la sidra. Lo descubrimos el día en que mi primo Nacho cumplió los 18 años. Mi tía organizó una comida en un merendero y, para ayudarnos a bajarla, compró una caja con 12 botellas de sidra (de la natural, que es más amarga y fuerte que la achampañada) que matamos entre Moro, mi primo y yo apurándonos cuatro botellas cada uno. Ese fue el inicio de una carrera de diversión y de algún que otro exceso bienal que, a Dios gracias, aún no hemos dado por terminada.

Pero si le agradezco a Moro por los buenos momentos que hemos compartido, estoy en deuda con él por su apoyo en los malos. Aunque no soltó un sólo comentario -algo extraordinario en él-, su mera compañía el día que visité por primera vez el departamento de mis padres en Gijón tras la muerte de mi madre, hizo el trance menos doloroso. De igual manera en esta última ocasión, que le visté (al igual que la anterior) me alojó en su casa por unos cuantos días y fue un paciente paño de lágrimas en el que pude desahogar mis decepciones y mi enojo con la vida.

Escribo estas líneas como reconocimiento al mejor amigo que cualquier persona pudiera tener. Por todas estas cosas, y muchas más que se han quedado en el tíntero, mil gracias, Moro.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Ese problema que es elegir carrera...

Esta tarde hablaba con una exalumna que me comentaba lo absurdo que resulta elegir carrera cuando se tienen 18 años pues, entre otras tantas cosas, no se tiene la madurez suficiente para valorar los contenidos recibidos, así como los esfuerzos realizados por autoridades y profesores.

En cambio, para mi es una acción suicida. ¿Cómo escoger la profesión a lo que uno se va a dedicar de por vida cuando, precisamente, se ha vivido tan poco? ¿Cómo tener certezas en una época de la existencia en la que sólo imperan las dudas? ¿Por qué verse sometido a una responsabilidad tan abrumadora cuando la diversión es lo que más importa?

Un aspecto importante en el tema es el de la vocación, misma que es importante descubrir a la brevedad. Si bien escuchar "el llamado" representa un paso importante, por desgracia no es lo único.

Recuerdo que lo de la historia me llegó en primero de secundaria gracias a que tuve un excelente profesor (un saludote, Jorge Valle) y los "Secco Ellauri", libros de historia universal que eran de lo más ameno y formativo. Desde entonces, y hasta el fin de la preparatoria, vi mi futuro en el estudio del pasado; de ahí que, pese a la oposición de mi padre, no dudara no un sólo momento en inscribirme en la carrera de Historia de la Universidad Iberoamericana.

Como suele suceder, entre lo que yo pensaba que era la carrera y lo que ésta era había un abismo, una diferencia que, en un principio, jugó a mi favor pues estaba deslumbrado ente el nuevo panorama que se abría ante mi.

El "enamoramiento" duró hasta el inicio del séptimo semestre, cuando descubrí la historia contemporánea y empecé a cuestionarme si realmente lo mío era lo historia o, por el contrario, las relaciones internacionales. ¡Y vaya que si me lo pasé mal durante ese mes! Después de haber peleado tantos años para estudiar una carrera, ¿cómo iba a decirle a propios y extraños que "siempre no"? Lo que finalmente me convenció de no hacer el cambio fue a revalidación de materias, pues de 42 que ya había cursado sólo me daban por válidas 4.

Estoy convencido de que hice lo correcto. En los últimos 19 años, y más allá de los asegunes propios de mi carrera y de mi profesión, la he gozado a tope y me la he pasado de maravilla; del mismo modo reconozco que en mucho ello se debe
a la vocación, cierto, pero también a esa inconsciencia de los 18-20 años que nos hace minimizar los riesgos al momento de tomar decisiones.

Aún así, debo seguir sosteniendo que elegir una profesión a esa edad es una auténtica acción suicida...

martes, 18 de agosto de 2009

El "Efecto Jarrito de Tlaquepaque"

La semana pasada me sucedió algo curioso. En un blog español publiqué una breve reflexión sobre la historia de México y lo traumático que nos resulta ésta como consecuencia, entre otros factores, de las constantes invasiones que el país sufrió en sus primeros años de vida independiente. Quien me conozca habría constatado que el tono y los contenidos utilizados son los mismos que aplico en mis cursos.

El punto es que hubo una lectora mexicana, un tanto distraída al parecer, que tuvo a bien confundirme con un español y me dedicó una cuantas lineas bastante ofensivas. Al parecer, lo que le molestó ere el hecho de que un "español" se atreviera a hablar sobre la historia de México en los términos en los que yo lo hice.

El malentendido así como los comentarios que recibí me divirtieron mucho pues pusieron de manifiesto ese fenómeno tan propio de nosotros que es conocido como "el Efecto Jarrito de Tlaquepaque" ("EJT"). Estas artesanías, fabricadas en el municipio jaliscience que lleva este nombre se hicieron famosas en todo el territorio por la facilidad con la que se rompían ca raíz de la mala calidad con la que eran fabricados.

Los mexicanos somos muy sensibles y nos pesa mucho lo que los otros puedan decir u opinar de nosotros, más aún si son extranjeros pues al tiempo que, como indica el lugar común, los "recibimos con lo brazos abiertos", estamos recelosos de ellos y cualquier comentario u opinión sobre nuestro pasado o presente solemos considerarlo como una agresión imperdonable.

Así, solemos tomarnos todo a pecho. Los comentarios, las alusiones, las advertencias y hasta las miradas; todo parece estar en nuestra contra como si propios y extraños no tuvieran en mente más que herir una susceptibilidad que se caracteriza por tener un umbral de tolerancia bastante limitado.

Recuerdo que en mis últimos meses en el Instituto Nacional de Bellas Artes entró una nueva compañera para que nos ayudara en la elaboración de los discursos de la Dirección General. Cuando uno se dedica a estos menesteres es importante recordar dos principios: jamás te creas lo que escribes y lo que se cuestionan los textos, no los autores. Pues bien, esta pobre mujer jamás lo entendió, de ahí que siempre estuviera agobiada y sintiera que cada corrección era un cuestionamiento personal.

Si uno presta atención, se dará cuenta de que casos como el anterior se repiten una y otra vez en los ámbitos académico, familiar, laboral e incluso personal; de ahí que esté convencido de que si la vida es por naturaleza una auténtica HdP, ¿para qué tenemos que hacérnosla más difícil con el "EJT"?

martes, 11 de agosto de 2009

Espero ser alguna vez como él

Si lo de la evolución es verdad o no, lo ignoro. Pero en cambio, tengo la certeza de que todo en esta vida es cambio, a veces profundo y en otras casi imperceptible.

En principio, la afirmación puede parecer un asunto de perogrullo, pero no lo es. Si bien todos lo sabemos, pocos son los que realmente tienen conciencia de ello. Así, a muchos les causan un profundo malestar las modificaciones en la oficina, en el entorno familiar, en la vida privada y hasta en algo tan aparentemente nimio como son los deportes. En general, los seres humanos sentimos preferencia por ese cálido confort que nos brinda la monotonía; ese falso sentimiento de seguridad que nos da el creer que el día de hoy será igual al de ayer y al de mañana.

Pero de todas las transformaciones, hay una que causa especial pavor en nuestra cultura: el envejecimiento. Vivimos en una sociedad donde la juventud no es vista como un mero accidente o como un "mal que se cura con el tiempo", sino como una situación deseable o un privilegio. Así, los medios nos mandan incesantemente el mensaje de que ser joven es lo que está de moda pues es sinónimo de salud, éxito y prosperidad. En otras palabras, es lo único que cuenta en esta vida.

El problema no es que la prensa, radio, televisión, cine y conexos nos vendan tal idea, sino que haya gente que esté dispuesta a comprarla. No en balde la publicidad ha encontrado aquí un nicho redituable y no tiene empacho alguno en hacerlo promoviendo de mil y un formas el canto de estas sirenas del siglo XXI que son la cirugía plástica y los productos anti-envejecimiento.

La perversidad de todo esto radica en el hecho de que querer ocultar que la senectud forma parte del ciclo natural de la vida. En principio, todos estamos destinados a ser ancianos y el que no... pues que empiece a preocuparse porque se va a ir al otro barrio pronto. Pero lejos de ver esto como algo evidente, en nuestra sociedad impera el sentir de que la vetustez es mala pues por ser equivalente de declive, enfermedad, decrepitud, dependencia y agotamiento.

Más que preocuparnos por ser jóvenes eternamente (¡qué flojera!) tendríamos que prepararnos para envejecer dignamente y empezar a comprender que eso no es ni bueno ni malo... sólo normal y que, como todo en esta vida, tiene sus aspectos positivos y también negativos.

Permítase tomar como ejemplo a mi padre, quien está por cumplir los 80 años. Por supuesto que no es aquel hombre fuerte y sólido que solía ser una década atrás y su decaimiento físico se hace cada vez más patento, no lo negaré, pero es loable la dignidad con la que lo lleva. Vive sólo en su departamento; cocina y hace el aseo sin requerir ayuda; aún maneja -si bien de vez en cuando tiene por ahí algún percance-; se acaba de comprar sus aparatos para la sordera (¡finalmente!); ve todos los domingos a sus amigos en el Parque Asturias y, pese a haber enviudado hace dos años, ahora tiene novia y hasta piensa en casarse este mismo año.

Cuando estoy con él, veo a alguien sereno, a una persona que sabe que no puede hacer muchas de las cosas que solía hacer antes y lo asume, a un ser humano que con algo de sentido común y de estoicismo asume que es natural que se enferme con más frecuencia y que cada vez le cueste más trabajo levantarse del sillón, pues como dice "¿Y qué querías? Son ya casi ochenta años y el tiempo no perdona". Al escucharlo, no puedo más que guardar silencio con el deseo de ser como él cuando llegue el momento.