Mostrando entradas con la etiqueta amistad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta amistad. Mostrar todas las entradas

lunes, 7 de septiembre de 2009

Mi amigo Moro

He de confesar que nunca he sido muy amiguero. Tal vez sea herencia paterna, o aporte propio, pero es un hecho que nunca he tenido la necesidad de estar rodeado de un montón de personas a las que considerase mis "amigos".

Cierto, son pocos pero muy buenos, de ahí que me dé por satisfecho con los que tengo. y que usualmente no me dé más por hablar de ellos, si bien de todos hay uno muy especial pues ni la distancia ni el tiempo han medrado nuestro amistad.

A Moro le conocí en el verano de 1987 gracias a mi primo Nacho. Eran compañeros en el instituto y un día coincidimos en "El Oasis", la discoteca a la que acostumbrábamos a ir... de tardeadas (¡oh, vergüenza!). Resultó que de esa vez nos caímos bien, entre otras cosas, por que los dos teníamos la firme convicción de estudiar la licenciatura en Historia.

En esa época no le tupíamos tan duro al trago, como años después lo haríamos, y, sin embargo, ya estaba un tanto deschavetado. Aún no sé cómo lo logró, pero nos convenció a un puñado de amigos para que le ayudáramos a celebrar una "misa negra". Era una de las noches más obscuras que recuerdo; llovía y nos hallábamos en medio de una carretera rural en plena zona montañosa de Asturias. Juan, Nacho y Moro dibujaban el pentagrama con un gis, yo hacía un círculo de sal alrededor de ellos mientras que el resto de la concurrencia nos observaba con rostros de nerviosismo. Una vez que la ceremonia inició, todos, a excepción de Juan y Moro, nos retiramos del sitio no sin antes encender la grabadora para tener un testimonio de la celebración. Curiosamente durante ese momento escuchamos muchos ruidos que la grabadora no registró...

Dos años más tarde, nos reencontramos y descubrimos que además de la historia, compartíamos otra vocación, igual de auténtica que la anterior: la de la sidra. Lo descubrimos el día en que mi primo Nacho cumplió los 18 años. Mi tía organizó una comida en un merendero y, para ayudarnos a bajarla, compró una caja con 12 botellas de sidra (de la natural, que es más amarga y fuerte que la achampañada) que matamos entre Moro, mi primo y yo apurándonos cuatro botellas cada uno. Ese fue el inicio de una carrera de diversión y de algún que otro exceso bienal que, a Dios gracias, aún no hemos dado por terminada.

Pero si le agradezco a Moro por los buenos momentos que hemos compartido, estoy en deuda con él por su apoyo en los malos. Aunque no soltó un sólo comentario -algo extraordinario en él-, su mera compañía el día que visité por primera vez el departamento de mis padres en Gijón tras la muerte de mi madre, hizo el trance menos doloroso. De igual manera en esta última ocasión, que le visté (al igual que la anterior) me alojó en su casa por unos cuantos días y fue un paciente paño de lágrimas en el que pude desahogar mis decepciones y mi enojo con la vida.

Escribo estas líneas como reconocimiento al mejor amigo que cualquier persona pudiera tener. Por todas estas cosas, y muchas más que se han quedado en el tíntero, mil gracias, Moro.

martes, 10 de febrero de 2009

¿In memoriam?

De los amigos que he hecho en la vida, contados en verdad, hay uno del que guardo especial recuerdo. Todos le llamábamos Juan Guillermo, aunque en realidad su nombre era John William. Era bastante desgarbado y aunque era un año más grande que nosotros, parecía serlo al menos por otros cinco más. Los ojos era su rasgos distintivo, pues en mucho se parecían a los de un reptil, de ahí que, con la crueldad inherente a la adolescencia, le pusiéramos el apodo de "Lagartijo", mismo que aceptó con los años.

Siempre lo consideré un buen amigo, aunque era un tanto peculiar. Solían pasarle cosas poco habituales, como ese día en sexto de primaria que llegó a la escuela con un ojo parchado -que de milagro no perdió- por jugar a los mosqueteros con un amigo que tenía vocación de torero; o aquella vez cuando, en el último año de la prepa, se fumó un cigarrito hecho con hojas de maple y perdió la voz por casi un mes.

Su casa también era extraña. Situada en un desnivel, y parcialmente en obra negra, se tenía que subir casi un centenar de escaleras para llegar a la parte habitada o, bien, utilizar un ascensor marca "mírame y no me toques" en caso de que uno no quisiera desfallecer en el intento. En el trayecto, se podían encontrar habitaciones excarvadas en las rocas que, por lo mismo, carecían de ventanas y eran bastante lóbregas. Una vez que se llegaba arriba era como entrar en un museo pues todo ahí correspondía a la década de los años sesenta. Particularmente, a mi lo que más me impresionaba era la pequeña alberca que se encontraba a mitad de la sala.

Pese a lo anterior, nos gustaba mucho "invitarnos" a su casa, más aún cuando sus papás -constantemente de viaje en Estados Unidos por motivos de negocios- no estaban. Algunos viernes por la noche le caímos con unos buenos filetes crudos (o, de perdida, con un hambre atroz y la buena disposición para saquear su refrigerador) que nos zampábamos a la luz de la chimenea mientras contábamos, según fuese nuestro ánimo, historias de terror o chistes. Recuerdo que una noche lluviosa de inicios de 1987 acabábamos de comer y yo estaba leyendo en voz alta una historia de H. P. Lovecraft cuando el timbre sonó. Juan Guillermo bajó con un paraguas en mano para atender el llamado y después de unos cinco minutos subió con el rostro desencajado... Más le hubiera valido ver a un fantasma... Eran sus padres que habían regresado de Estados Unidos sin avisar, del mismo modo, como nos enteramos también esa noche, que él jamás les había notificado de nuestras tertulias.

De igual forma, era muy imaginativo, y algo de ello me lo contagió en cada uno de esos días en que hablábamos de escribir libros sobre el espacio, construir un pequeño avión/helicóptero llamado "Nativoas-Tupovlev-Boeing-Pascal", o simplemente nos juntábamos para armar nuestros aviones a escala mientras platicábamos sobre el último capítulo de la serie "Cosmos".

En el verano de 1987, lo recuerdo muy bien, llegó la despedida. Sus padres decidieron irse a vivir a Los Ángeles para atender el negocio y permitir que Juan Gulliermo cumpliera su sueño de estudiar ingeniería aeroespacial. Poco a poco la distancia se fue imponiendo. Nos escribimos un par de veces y muy de vez en cuando nos hablábamos por teléfono (ninguno de los dos trabajaba y las llamadas internacionales eran bastante caritas). La última vez que hablé con él fue en 1992 en la víspera de un viaje a San Francisco y, si bien quedé de contactarlo una vez que llegara ahí, me resultó imposible hacerlo. La siguiente ocasión que le llamé, aquel ya no era su número telefónico y nadie me supo dar razón de él.

A partir de entonces no pude dar con Juan Guillermo, ni aún recurriendo a internet, de tal suerte que, finalmente, desistí de hallarlo. Y así pasaron los años hasta que en el 2005 me sucedió algo extraño, algo "muy a su estilo": se me apareció en un sueño. Se encontraba parado, estaba peinado al estilo Benito Juárez (lo que me puede poner muy mal) y tenía los brazos cruzados a la altura del ombligo. Con una calma inusual en él, me dijo que acababa de morir ahogado en un lugar de Texas, que ahora ni recuerdo, y que si tenía dudas, podía preguntarle al párroco de la ciudad, después de lo cual, desapareció.

Aunque no soy partidario de creer experiencias como ésta, me desperté bastante perturbado y, después de martirizarme varios días dándole vueltas al asunto, quise corroborar su "metaversión" en internet. El lugar en cuestión existía y en él había una sóla parroquia que, además, se hallaba cerca de un lago. No conforme con ello, la curiosidad me llevó a buscar la dirección y el teléfono de la parroquia en internet.

Sin embargo, no pude ir más allá. Me faltaron los "blanquillos" necesarios para tomar el teléfono y hacer LA pregunta. Prefería, como lo sigo haciendo hasta hoy seguir soñando, vivir con una ilusión, que encarar una posible verdad que me obligara a dar vuelta a esta página de mi vida, Mentir hace daño, de eso no cabe la menor duda, pero hay ocasiones en las que la verdad es mucho más dolorosa...