Con el paso del tiempo, extraño un poco la emoción de dar clase ahí. A final de cuentas, fueron ocho años ininterrumpidos de docente, catorce si sumo los que pasé de esculapio, y como nobleza obliga, considero que en este caso la morriña es más que un sentimiento legítimo.
El lunes pasado tuve la oportunidad de suplir en una clase a mi esposa. Volví a mentar madres por el tráfico, por el estacionamiento, por el frío y por el gentío congregado en las escaleras centrales (¡es increíble cómo el olvido nos lleva a idealizar algunas cosas!). Era un grupo bastante heterogéneo de alumnas de historia del arte, igual al que tuve por primera vez como docente en la UIA, que mostró el interés justo como para que estuviera a gusto hablando de historia de México.
Esa noche, mientras era uno más en un embotellamiento que parecía no tener fin, me dio por recordar mis días en la licenciatura y, en especial, a algunos de mis profesores que, con su ejemplo, marcaron mi vida académica y profesional respecto a lo que debía y no debía hacer o decir.
Me acordé del "Alasqueño" un profesor que de idiotas no nos bajaba, pero cuyo único mérito académico había siso el de ser, junto con su primo, los únicos estudiantes mexicanos en la Universidad de Alaska; también de la "Güereña", la maestra fashion que nos paseaba, cuando llegaba a la cita, por todos los archivos y bibliotecas de la ciudad de México. "Lulú", amabilísim siempre en clase pero una amnésica desgraciada en los exámenes.
También me acordé de Bernardo, un exsacerdote que nos daba la clase de "Historia y Psicología" y que ha sido el único profesor que reconoció que no tenía ni idea de qué se trataba la clase; del "Baby Face", maestro "traga-años" y paciente que estuvo a punto de enloquecer gracias a las males artes de nuestras compañeras de historia del arte; de "Concha", la encarnación de la violencia innecesaria en la enseñanza del mundo prehispánico y purista de la lengua que jamás aceptaba sinónimos; la "Christlieb, que nos enseñaba geografía histórica con libros para niños de 6º de primaria, aunque los mapas que nos dejaba hacer eran bastanteentretenidos.
De igual forma, recordé a Rodrigo, egresado del Instituto Mora y muy buen profesor que, según los rumores, ahora vende plata en su natal Taxco (y no por culpa mía y de mis compañeros, que conste); a la maestra de "salud mental y compromisos morales" -inscrito en la materia a traición de mi actual esposa, lo que me hace pensar que desde entonces halló algo en mi que le perturbaba-, que se debía empeyotar una vez al semestre a manera de terapia; a Daniel Toledo que fue la parte marxista de la carrera y que a muchos desquiciaba por su acento chileno y su manera tan peculiar de calificar; al maestro de "historia del derecho", que no de historia no sabía nada, pero que de derecho asumo que si, pues en cada clase no enseñaba una forma diferente para corromper a ministerios públicos y jueces.
Me acordé de Shulamit, tan bella por adentro como por afuera, que ha sido una maestra muy exigente pero que siempre confío en mi. Del buen Rubén, qué pese a fastidiarme con el fútbol y jamás sacar buenas calificaciones con él, me enseñó a acentuar, a tomarle gusto a la literatura y, de refilón, a aborrecer a los Pumas. De Ricardo Rendón (QEPD), desgraciadamente exigente en el trabajo, divertido en clase e irónico en los regaños. Del Padre López Moctezuma (QEPD), prueba fehaciente de lo cabrona que puede ser la vida al enfermar de Alzheimer a quien era una biblioteca andante.
De Cristina, enemiga declarada de toda aquella época que vaya más allá del siglo XVIII y que no contemple a los vascos y que su reiterado reclamo/pregunta "¿Para cuando la tesis" me hizo darle el esquinazo más de una vez. Del buen Rubial ejemplo de tolerancia y de la paciencia que un profesor docente debe tener para explicar a una alumna que no es necesario matar a las ovejas para trasquilarlas o que los campesinos del medievo no atrapaban mariposas en los cotos del señor feudal.
De Javier Tello, que en su curso de "historia de Rusia" me intentó demostrar, sin éxito, que si existe una diferencia abismal entre un 8.6 y un 8.7 de calificación en un trabajo. De Martaelena Negrete, testimonio de que es posible ser una historiadora fregona y estudiar en el COLMEX y seguir entrando en la categoría de "ser humano". De Jane y su rudeza cualtitativamente diferente y necesaria para forjar historiadores. Del padre Cacho y sus viajes "non stop" al topus uranus; y de Mari, quien sin elevarse tanto, nos llevó de la mano por el campo minado de la historiografía. De Magdalena + y sus horóscopos de final de semestre, que más que ser un perfil laboral futuro de cada uno de sus alumnos, fue más bien una profecía de tragedia griega contra la que hace tiempo que dejé de pelear.
De Guillermo, excelente investigador y teórico de la historia, pero un huevonazo para impartir clases. Siempre éramos los alumnos los que exponíamos en el seminario y jamás pudimos quitarle el gesto de hueva con el que sufría nuestras exposiciones. Me queda claro que defraudé sus expectativas, a saber cuáles fueran éstas, y que caí de su gracia. En mi condición de "alumno caído" la única vez que mostró interés por mi trabajo fue para preguntarme sobre el tipo de fuente que había usado para escribir el texto.
A todos ellos, y a los que no he podido mencionar por olvido, muchas gracias.