No me acuerdo el año, pero si recuerdo que la misa fue en Polanco y la comida en Reforma. Felipe fue el segundo en casarse, poco tiempo después de que lo hiciera Javier, y no olvidó ni el más mínimo detalle tanta en la ceremonia como en el festejo.
Hacía un tiempos que los amigos no nos reuníamos y la ocasión parecía perfecta para pasarnos un buen rato. Compartimos mesa en compañía de nuestras novias y esposas y estuvimos charlando amenamente durante una hora hasta que el ambiente fue decayendo poco a poco hasta que imperó un silencio bastante incómodo.
Medio aburrido, pedí al mesero un par de whiskys en la rocas. Fue más snobismo que otra cosa, pues entonces no acostumbraba a beber destilados, mucho menos éste que me sabía a medicina. Cuando tuve los vasos delante me di cuenta de que había metido la pata y tenía dos opciones: o dejaba los tragos sobre la mesa o me los bebía, aunque fuera por orgullo. Finalmente me decidí por la segunda opción y, tal como si se tratara del peor de los jarabes, me empujé los dos tragos sin respirar.
Como era de esperar, agarré una borracherita muy rica ("el puntillo", como diría mi amigo Rodrigo) y tuve una ocurrencia que compartí con los presentes para matar el rato: ¿Y por qué no nos vamos mejor a la feria? Mal debían estar las cosas cuando los amigos, en vez de reírse, estuvieron de acuerdo con tan fenomenal tontería.
Fue así como terminamos en la feria de Chapultepec una hora más tarde. Primero nos subimos todos -a excepción de la esposa de Javier, que estaba embarazada- a una pequeña montaña rusa que lo único emocionante fue ver como Rodrigo y su acompañante se estaban besuqueando al estilo "otorrino". Posteriormente nos metimos a la casa del terror porque era la única atracción en la que no había que hacer cola. Recuerdo que Rodrigo se puso a presumir que nada de eso le daba miedo, que eran puras tonterías para niños e ignorantes... y así fue hasta que de la nada le salió al paso "Freddy Krueger" con sierra y toda la coda. Entonces Rodrigo se tiró al suelo y se hizo un ovillo mientras se cubría la cabeza con las manos, mientras que los demás estábamos también en el suelo... partiéndonos de la risa.
Nos subimos a otros juegos sin pena ni gloria y decidimos cerrar con broche de oro subiéndonos a la montaña rusa. La idea no era de mi agrado pues ya me hallaba en plena resaca y temía que unos cuantos ascensos lentos y unos descensos acelerados hicieran mella en mi estómago. Finalmente pudo más el orgullo que la prudencia y me subí. No vomité, pero se me olvidó poner el cuello rígido, así que fui víctima de una tortícolis muy rebelde.
No sólo la pasamos bien, también fue la última ocasión en la que los amigos volvimos a juntarnos para divertirnos como antaño. Muchas veces creo que fue nuestra despedida de la adolescencia.