En los años que cursé la secundaria y la preparatoria la tradición era asistir a los campamentos que se organizaban el Tultenango, primero, y en Camohmila, después. Como ya lo escribí anteriormente, aunque no era un entusiasta de ellos, fui a la mayoría.
Una de las cosas buenas que siempre encontré en ellos era la libertad que teníamos para agruparnos, de tal manera que siempre quedaba con mis amigos. Nuestra cabaña o cuarto, según fuera el caso, se caracterizaba por ser aburrida, tranquila y tener "mucho temor de Dios". Dicho de otra forma, teníamos un perfil más que bajo.
De día me la pasaba muy bien, participando -voluntariamente a fuerzas- en actividades cuya finalidad, de eso estoy seguro, era más cansarnos que divertirnos. Nos traían de arriba a abajo, nos obligaban a correr sin cesar, a ensuciaros como auténticos puercos y comíamos como cosacos para reponer la energía gastada. Por las tardes, cuando ya estábamos más que atarantados, nos daban una charla sobre alcoholismo, drogadicción o sexualidad.
Mi problema eran las noches, particularmente la última. La primera era genial pues prendíamos una fogata que me parecía inmensa, nos sentábamos alrededor de ella para cantar, contar historias de pseudoterror y observar un cielo que de tantas estrellas me hipnotizaba. La última noche, en cambio, no la podía soportar. Se montaba un show de talentos que era voluntario, al que seguían dos horas discotequeras en la que bailar no era una opción, era una obligación sin importar que uno tuviera dos "pies izquierdos", flojera o miedillo; todos ellos defectos que yo reunía entonces.
Sobre el tema añadiré que el último campamento al que asistí tomó un giro bastante cruel pero que tuvo un final inesperado. Nos perdonaron la discoteca a cambio de un concurso en el que cada cuarto debía presentar un show en el que todos sus ocupantes estaban obligados a participar. El grupo ganador tendría puntos extra en la materia que cada miembro deseara.
El cambio nos cayó como balde de agua fría. El tiempo pasaba y no se nos ocurría nada que quisiéramos hacer o al menos nos atreviéramos a hacer. Faltaba un poco menos de una media hora cuando un compañero -Mauricio- tuvo una ocurrencia. ¿Por qué no nos disfrazábamos de enanos? Después de que nos explicó la idea, resultó que no eran tan mala. Todos participábamos, pero no todos aparecíamos. El compañero que daba la cara se abrochaba una camisa de manga larga al revés (la parte de los botones iba por la espalda) pasaba sus manos por unos shorts y las metía en unos zapatos para simular las piernas del enano, en tanto que otro se ponía detrás del él (quedaba tapado) y metía sus brazos en la camisa para hacer las veces de las manos del enano. Otra ventaja de este ejercicio es que como resultaba tan estrafalario a la vista, no se necesitaba un guión para entretener.
Fuimos el último grupo en aparecer. Éramos cinco enanos que comentaban sus problemas con el alcohol (¿adivinen cuál había sido el tema de la charla de esa tarde) que arracaron muchísimas risas por su pinta tan bizarra, por la descoordinación de sus brazos y por la estupideces que decían sin parar. Llegó el momento que hasta nosotros no pudimos contenernos y soltamos las risotadas. La verdad es que fue una ocasión genial y no porque ganamos, sino porque fue la primera vez que disfruté a tope la última noche del campamento...