lunes, 13 de febrero de 2012

Edificio chico, infierno grande


Por un momento lo medité. La tentación era grande, tanto como el dinero que me ahorraría. Es más, hasta la tuve por un momento. Pero no, finalmente no la acepté.

En diciembre del 2011 la administradora del edificio renunció después de cerca de seis años de ostentar el cargo. No sé si es que era un poco lenta o bastante masoquista, pero en su lugar yo hubiera puesto pies en polvorosa tiempo atrás.

Si tuviera que definir la última junta de condóminos a la que asistí, en febrero de 2010, me quedaría corto al decir que fue dantesca. Me faltan adjetivos para calificarla con precisión.

La mayoría de los condominios estamos reunidos en un departamento que se encuentra vacío. Su dueño acaba de morir. Después de dos horas, la junta se ha languidecido y cada uno de nosotros está hablando con quien tiene al lado. Llega el momento en el que todos guardamos silencio, pero no llega a ser incómodo pues es interrumpido por una sarta de improperios espetados a manera de gritos. Dos de las vecinas más finas que tiene este edificio atacan sin piedad a la administradora acusándola de inepta, perezosa, displicente y beoda. Lejos de amedrentarlas, la presencia de los demás vecinos parece darles ánimo y valor.

Después de esta experiencia y de algunos comentarios que escuché, me di cuenta de que los vecinos de este edificio nos parecemos más a una bomba de tiempo que a una comunidad. Lo que había visto era sólo la punta de un iceberg que parece nacer del corazón de la tierra. Meses después una de estas vecinas se encontró con la administradora en la entrada del edificio y le echó bronca. En esta ocasión, la administradora no guardo silencio y demostró que lo suyo también era el lenguaje florido. La sangre hubiera llegado literalmente a la acera, de no ser porque el portero las separó. Fue una verdadera lástima no estar ahí y presenciar esta lucha de titanes de la lengua.

Pese a todo, en enero tomé la administración del edificio con carácter temporal. La idea de no pagar el mantenimiento y cobrar un sueldo por este trabajo era de mí agrado, sin embargo la evidencia fue tan abrumadora que desistí a las primeras de cambio. Debo aclarar que ningún condómino me agredió, por el contrario, su falla fue mostrarse tal cual son. Ahí están la manipuladora que pretexta ser inquilina para no tener responsabilidades, pero que actúa como propietaria para salirse con la suya; la sorda que jamás escucha, o si lo hace, no entiende, la palabra "temporal"; el que demanda que se cobre la cartera vencida sin saber a cuánto asciende... y así continúa la lista.

¿Sacrificar la salud mental por un puñado de billetes? ¿Soportar la locura de otros para no pagar el manteamiento?... ¡PASO!

martes, 7 de febrero de 2012

Historia... ¿para qué?

Aunque no debiera hacerlo, debo confesar que yo también me he hecho la pregunta ¿para qué sirve la historia? y temo que ello, viniendo de alguien que es historiador, es una especie de herejía o, peor aún, un coqueto con la apostasía.

Aún así creo que la pregunta es válida pues nunca está de sobra que uno se cuestione sobre lo que hace y lo que cree, más aún si se ve obligado, gratamente obligado, a hablar de ello uno y otra vez por años. En cierto sentido se trata de una duda a la que uno le va encontrando respuestas distintas, pero nunca definitivas, a lo largo de los años.

Como todo el que termina su carrera, no tenía mucha idea sobre el tema, y me limitaba a contestar a quien me preguntaba sobre la "utilidad" de la historia que servía para dar cultura general. ¡Valiente respuesta! Pasarte cuatro años en una universidad y aprobar setenta materias para decir que uno es un "Pequeño Larousee" andante y con una memoria un tanto deficiente.

Luego se pasa a la etapa en la que la historia sirve para decir lo que realmente sucedió. Uno cree en la falacia de que la verdad y la objetividad son alcanzables y que al escribir historia es posible desprenderse de los sentimientos y preocupaciones que le agobian  para decir las netas. Esta etapa llega a su fin cuando uno se enfrenta a un grupo de púberes cuya bandera es hacerle la vida imposible al maestro con las frases ¿está seguro que lo que nos está diciendo sucedió? o ¿puede demostrarnos que ese hecho realmente sucedió? Entonces hay dos caminos a seguir: o se reconsidera la idea que se tiene de la historia o se pone un puesto de tortas. No hay más.

Hoy veo el asunto de una manera diferente. Por supuesto que la historia sirve. Sirve para entender que somos quienes somos no por generación espontánea, sino porque hubo otros que nos precedieron y cimentaron el camino que hoy seguimos; sirve para conocernos mejor pues el pasado no está muerto, sigue vivo entre nosotros, a veces de manera evidente y en otras de un modo sugerido; sirve para dialogar con los muertos para darnos cuenta que no son esas estatuas de bronce o mármol que los representan, sino personas ordinarias que hicieron cosas extraordinarias. 

En otras palabras, la historia sirve para recordarnos a cada uno de nosotros que somos personas y que nada de lo humano nos es ajeno.

domingo, 22 de enero de 2012

Yo también he sido negro... literario

Es una moda; una moda deshonesta y muy molesta. Surgió el año pasado pero en vez de apagarse, parece extenderse como fuego entre gasolina.

Algunos de nuestros políticos, en especial los que aspiran a quedarse con los grandes huesos, están sacando libros a diestra y siniestra. No importa que sus lecturas se encuentren coronadas por el "Libro vaquero", el "Esto" o el "Hola", que sean incapaces de mencionar los libros que los han marcado en su vida o que cambien alegremente los nombres de los libros y de sus creadores.

Claro está las anteriores son minucias a las que no debemos prestar atención pues lo que importa es que nuestros políticos nos honran con textos, más o menos voluminosos, en los que nos comparten su visión del país y las fórmulas -la mayoría de ellas fantásticas- para sacarlo adelante.

De no conocer a los de su estirpe, diría que son hombres y mujeres tan capaces, que además de legislar o de llevar las riendas de una gubernatura o secretaría de Estado, tienen la energía y el tiempo para pensar, poner en orden sus ideas y llenar con ellas páginas y más páginas en blanco. Sin embargo, todos sabemos que no es así.

Ignoro si sea el segundo oficio más antiguo del mundo, pero lo que si sé es que escribir por otros es tan viejo como la política misma. El nombre con el que conocemos esta actividad es tan políticamente incorrecto como lapidario: "negro literario". Uno se enajena, deja de ser sí mismo, tiene ideas diferentes, expresiones poco habituales y termina por transformarse en "el otro", en aquel que afloja el dinero para llevar a cabo esta alquimia.

Y que en la política abundan los negros literarios lo sé porque yo fui uno de ellos. Lo hice por cerca de seis años y no da pena decirlo, aunque reconoceré que me costó al principio bastante trabajo. Todos los días me quebraba la cabeza y me sentía fatal por poner cosas en las que no creía o que, peor aún, sabía que eran mentiras descomunales. Y hubiera mandado todo a paseo de no ser por una persona que me dijo: nunca olvides que tu trabajo es escribir por otro, no creerte lo que escribes. A partir de entonces mejoró considerablemente mi panorama.

La experiencia fue buena mientras me agradó, pero llegó un momento en el que opté por cambiar de aires. Cada vez era menos original y más reiterativo, ponía poco esmero al escribir y sólo me interesaba crear textos cumplidores, Permanecer en aquella oficina, que tantas alegrías me había dado, no era ni emocionante ni ético; por eso, y otras cuestiones más, me armé de valor y me marché.

Entiendo que los políticos estén haciendo su luchita con la publicación de libros que responden más a las ansias de poder y al posicionamiento inmediato en la opinión pública, que a un genuino interés por mejorar la situación del país. Ellos están en su derecho de hacerlo, como nosotros en el nuestro de no dejarnos engañar y preguntarnos ¿a cuántos "negros literarios" tuvieron que recurrir para querernos deslumbrar?

sábado, 31 de diciembre de 2011

La noche vieja

Es curioso. En tanto mis padres estaban solteros, cada 31 de diciembre acostumbraban cenar en casa y salir a recibir el nuevo año entre familiares y amigos; sin embargo, al casarse, y por motivos que desconozco, decidieron celebrar la llegada del nuevo año resguardados en su hogar.

Así, y en tanto que la casa siempre estaba repleta en noche buena siempre, los comensales de la cena de noche vieja tan sólo éramos mi madre, mi abuela, mi padre -cuando su trabajo se lo permitía- y yo. Jamás llégabamos a escuchar las doce campanadas y, en realidad, aquel podía pasar como un día ordinario de no ser por los deliciosos platoillos que mí abuela y madre preparaban.

Cuando mí padre se jubiló, las cosas cambiaron. Después de cenar, nos dio por "disfrazarnos" con cualquier prensa que encontrábamos, bailar al ritmo de Juan Legido y "Los Churumbeles", cantar las canciones que reconocíamos en la radio y reirnos como verdaderos locos hasta las dos o tres de la madrugada. Entonces dejé de extrañar la Nochebuena con la casa llena de bote en bote y empecé a gustar de las celebraciones de fi8n de año por ser pequeñas al tiempo que sabrosas.

Al día de hoy considero que esa es una buena manera de despedir al año y de recibir a su sucesor. Creo que si uno baila, ríe, se divierte y se la pasa genial espera que los 365 (ó 366) días siguientes le deparan un poco de lo mismo. Evidentemente que ello no es garantía de que uno quede al margen de enojos, malestares y desgracias; ojalá que así fuera; pero al menos es un testimonio de que se esperan cosas buenas del año que inicia y que se está en la disposición de trabajar para conseguirlas. Dicen que "lo que bien incia, bien acaba" y creo que esta no es la excepción.

Mis mejores deseos a tod@s para el 2012. .. Nos ´leemos el próximo año.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

El poder de ser sacerdote

Quienes me conocen saben que soy muy amigo de las bromas, particularmente de las pesadas. Entiendo que se trata de un juego de ida y vuelta que así como un día te toca  hacerlas, al otro lees víctima de ellas.

A veces, las bromas son pesadas por lo "bestiales" que llegan a ser -enyesar el brazo a un amigo borracho y hacerle creer por dos semanas que realmente se lo rompió-, por el monto que generan -ordenar un buen número de pizzas a la pizzería más cercana y enviárselas a un amiguete- o por el disgusto que llegan a provocar -notificar un 28 de diciembre el supuesto fallecimiento de un amigo en común-.

Pero hay otras que, sin reunir tales características, son pesadas porque la gente se las cree completitas -por muy inverosímiles que parezcan- y uno jamás los sacas del error. 

Hace veinte años acompañé a mí madre una misa de funeral. Entonces era hijo de familia y sólo me preocupaba por dar clases en una preparatoria y sobrellevar el dulce régimen de explotación al que me tenía sometido la Compañía de Jesús. 

Dado que no conocía al difunto, el servicio fúnebre había dejado de ser pesado para tomar tintes de aburrimiento. Sin embargo, casi al final se animó bastante. Era el momento de dar la paz a las personas que se encontraban en los asientos de atrás, me encontré con una compañera de la escuela que siempre había sido la encarnación de la ingenuidad. La oportunidad era muy buena como para desperdiciarla.

Al terminar la celebración me acerqué para platicar con ella y su marido. La charla no era del otro mundo, pero iba muy bien hasta que ella me preguntó: ¿A qué te dedicas?

Antes de que me pudiera dar cuenta ya la estaba diciendo que había encontrado tardíamente mi vocación y que estudiaba el noviciado con los jesuitas; que vivía en completa clausura pero que, de manera excepcional, me había dejado salir para acompañar a mí madre a tan penosa celebración; que pronto me iba a ir a trabajar a las misiones del norte para ayudar a la gente y alcanzar mi mayor meta en la vida: ser un santo, pero a la usanza medieval.

Con cada babosada que soltaba, mi antigua compañera de escuela abría más y más los ojos hasta que al final, ella y su marido se arrodillaron y me pidieron la bendición. Yo, ni tardo ni perezoso, no tuve empacho en levantar la mano, hacer la señal de la cruz sobre sus cabezas e improvisar una serie de latinajos.

Aquello había ido demasiado lejos, aún para mí madre, quien tenía el rostro desencajado y parecía que sus ojos tenían unas ganas incontenibles de escaparse de sus órbitas. Simplemente no daba crédito de lo que acababa de presenciar. De camino a casa me increpó por lo que acababa de hacer; me reprochó -y con razón- el poco respeto que tenía  por lo sagrado, y me recriminó la perversidad con la que había maquinado tal sarta de sandeces y mí negativa para confesar que todo se trataba de una bromita pesada. 

Sin embargo, al final no le restó más opción que reconocer que la puntada había sido buena, en especial el momento del arrodillado, y que resultaba difícil abstenerse de tomarle el pelo a personas tan bobas (deben ser tontos perdidos si te creyeron todas esas estupideces, fueron sus palabras).

Ese fue mí debut y despedida en la materia. Aquella había sido mí broma "one hit wonder" y, por lo mismo, debía respetarla.