En mis cuarenta años de vida, el tío Juan fue un referente fundamental. De niño, siempre mostró una generosidad asombrosa que lo mismo se cristalizó en juguetes y dulces que en esos inolvidables paseos por el centro y viajes en el metro que nos dábamos cada vez que me aburría como ostra en casa de mi abuelita.
Con los años, descubrí que, además de generoso, el tío Juan era un erudito. Devoraba los libros como quien come tacos, más aún si éstos trataban de historia y literatura; si bien los de política, psicología y derecho (su profesión) no le eran del todo indiferentes. De ahí que no resultara extraño que el suyo fuera un bajage cultural lo suficientemente amplio como para impresionarnos a muchos cuando nos daba recorridos por el centro histórico, mismos que alternaba con visitas a cantinas y bares para evitar la "maldita deshidratación".
Otra de sus características, me niego a definirla como defecto o virtud, era su gusto por el trago. Nunca en mi vida vi alguien que tuviera tal aguante bebiendo brandy, cognac, vino y vodka, lo que nos llevo a familiares y amigos ya reconocerlo como el rey de reyes, el emperador en la materia. No fue sino hasta los treinta años que intenté arrebatarle la corona en tres ocasiones (en la boda de mi prima Colomba, en mi casa y en la de mí tío), gesto que, como es de suponer, representó tres fracasos estrepitosos.
Tenía, además, un don de gentes envidiable lo que le permitió tener buenos cargos en el gobierno trabajando sólamente lo necesario, contar con muchos amigos, como lo vi en su funeral, y "amigas" -sin ser guapo- , y disfrutar del cariño de quienes lo conocimos.
Para mi, lo importante en el tío Juan eran los detalles, auténticas puntadas que, aunque irritantes, eran su impronta. Como en sus tiempos de estudiante cuando simulaba que iba a la UNAM y se escondía en la casa hasta que salía a trabjar mi abuelo, o aquel día de las madres que le regaló una pluma "Bic" porque se le había olvidado, o cuando se enojaba con su esposa y desaparecía por semanas completas (luego nos enteramos que se queda en algún hotel del centro histórico con alguna de sus movidas), o la última y más gloriosa cuando, hace tres años (a los 70 años de edad), lo metieron en los separos de la delegación Cuauhtémoc por no pagar la cuenta en un Table dance dado que le estaban cobrando "bailes de más".
Lo que más nos alucinaba a todos es que pese a todos sus excesos, Juan gozaba de buena salud. Apenas hace un par de años lo intervinieron por una hernia (la única cirugía que padeció) y sus exámenes posoperatorios habían salido bien. Sin embargo, mi padre, mis primos y mi tía coincidimos en que la muerte de su hijo Alonso, en un accidente de tráfico en la madrugada del 15 de febrero del año pasado, fue un golpe que no pudo superar. Jamás le vi soltar una lágrima, mucho menos perder la sonrisa y jovialidad de siempre, pero sé que pasaba las noches en vela bebiéndose botellas completas de lo que tuviera a mano (hasta de anís, que lo aborrecía) y fumando hasta cuatro cajetillas diarias. No tengo la manor duda que lo suyo fue un suicidio.
Siempre lo recordaré por estar siempre a mi lado dándome aliento cada vez que mi padre o mi madre, más aún cuando ella murió; por ser tan generoso conmigo, mi esposa y mi hija y, fundamentalmente, por ese cariño que me profesaba y que se transformaba en un apoyo y reconocimiento exagerados -e inmerecidos- para todo lo que hacía.
Un beso tío, donde quiera que estés...