Un año nuevo ha empezado y, sin embargo, sigo siendo el mismo de siempre, o al menos eso creo. Esta transición del 31 de diciembre al 1° de enero no me marcado de manera tal que me sintiera diferente o, de perdida, quisiera ser diferente.
Esto lo saco a colación porque con el inicio de cada año hay una duda que habitualmente me asalta. No es una trascendente o fundamental, mucho menos una de la que pueda depender el buen desarrollo de lo poco menos de los doce meses que quedan por delante. Se trata de una inquietud que bien puede ser vista como de etiqueta: ¿hasta qué momento de enero es pertinente, o necesario, desearle a la gente que tenga un feliz año?
Resulta obvio que en los primeros días del mes el buen deseo es de etiqueta por ser oportuno y hasta necesario, pues me resulta evidente que si guardo mutis, la gente dirá que soy un amargado y desconsiderado, lo que si soy aunque no de tiempo completo. Pero honestamente, conforme pasan las semanas, la historia me empieza a cansar y le receto a todos los que me encuentro el mismo rollo, que me lo he memorizado de tanto repetirlo. Ese es el momento preciso en el que me asaltan las dudas.
Al principio me digo que el criterio debe ser el primer contacto que tengo con la gente en el año. Sin embargo, hay dos consideraciones que me enfrían. La primera es ¿y si ello sucede en mayo o junio, el otro no me tomará por un loco o, peor aún, por un optimista trasnochado? La segunda es más grave, pues luego me topo con personas que son testimonio encarnado de cuán cabrona es la vida, de tal suerte que cualquier buen deseo que les exprese podrían interpretarlo como una manifestación más de mi espíritu socarrón.
El caso es que al final del día me quedo entre la espada y la pared pues no tengo ni idea de qué hacer ¿cumplo con la etiqueta y me siento ridículo o me la paso por el arco del triunfo y soy un ordinario? Año tras año le doy vueltas al asunto y jamás encuentro una respuesta. pero no quito el dedo del renglón pues creo que algún día o resolveré.