domingo, 16 de septiembre de 2012

¡Horror! La moda de los ochenta I

 Creo, como otros tantos también lo creen, que hay una gran verdad en ese refrán que dice de la moda, lo que te acomoda. Aunque para muchos la moda es lo in, para mi es un ivento hecho para sacarle más dinero a la gente y, de paso, homogeneizarla.

A cada época le corresponde una moda que la identifica, que la marca, con ciertas características siempre estarán condenadas a dejar de estar vigentes pronto para entrar en es categoría onmívora que es "lo retro". En ese sentido, una de las modas más fea, aunque bastante divertida, fue la de los años ochenta.

Como ninguna época, los ochenta marcaron el boom del gel. Chicas y chicos consumían este producto en cantidades industriales para alborotar su cabello, cuando lo tenían liso, o para aplacarlo en caso de que lo tuvieran rebeldón.Me resulta imposible imaginar si quiera los millones de litros de gel que se usaron para moldear de forma poco natural los peinados de una juventud que navegaba entre el "afro guango" y el "punk anémico".

 El tema del peinado estaba muy ligado al de la música, de ahí que bastara con ver a la gente para saber sus gustos. Las chavas que lo usaban corto de la frente, pero largo por los costados y por atrás, eran medio punketonas, hipótesis que se comprobaba si, además, lo traían pintado de azul, morado o verde. Si lo traían bicolor (negro y rubio), medio rizado y con un moño por la zona de la coronilla era émulas de Madonna (las famosas "madonitas"). Si por contra, lo usaban largo, de raya en medio y en capas, no cabía la menor duda que seguían a Bonnie Tyler; si lo adornaban con una banda deportiva en la frente, eran seguidoras de la película "Flashdance" o de la serie "Fama".

En lo chicos el asunto no mejoraba. Traerlo corto por atrás y por los lados, pero largo y erizado de frente equivalía a reconocer que se era fan de "Animal", vocalista de Kajagooggoo. Si, en cambio, el pelo del frente y la coronilla tenía volumen era prueba manifiesta de que lo de uno era "Aha" o, bien, que su alter ego era Don Jonhson. Usar una melena hasta la mitad de la espalda era una señal un tanto ambigüa, pues lo mismo indicaba preferencia por el Heavy Metal que por el Glam Rock. Decolorárselo, traerlo ligeramente corto y parado como un puerdo espín era una muestra de adhesión a Billy Idol.

Lo interesante de ello, como de otros aspectos de la época, es que entonces había una gran vareidad de tendencias a la que acompañaba una suerte de valemadrimso que hacía que le gente saliera a la calle con el peinado que le viniera en gana y sin que se preocupara por lo que los otros fueran a pensar. Creo que es este uno de los aportes fundamentales de los ochenta

miércoles, 29 de agosto de 2012

La (in)justicia en el salón


He cumplido veintiún años como profesor. Conozco a gente más o menos de mi rodada que puede presumir de llevar más tiempo en el oficio y de hacerlo mejor; sin embargo, para mí ha sido un auténtico logro si consideramos que cuando empecé la carrera en mis proyectos no entraba el de ser profesor.

En el salón de he aprendido muchas más cosas de las que jamás hubiera pensado y he escuchado otras que jamás hubiera querido saber. He conocido tantas personas que mi limitada memoria es incapaz de recordar todos sus nombres, lo que es motivo de una de mis mayores vergüenzas. En todo estos años me he hecho de algunos amigos buenos, de algunos enemigos manifiestos y de otros que perteneciendo al primer grupo optaron por pasarse al segundo.

Han sido días que se han convertido en semanas, meses y años sin darme cuenta; días en los que vienen a mi recuerdos de mi época de estudiante; días en los que me veo en el espejo de mis profesores para tomar lo bueno y evitar lo malo, siempre en la medida de lo posible. Como cualquier persona que ha puesto un pie en el salón de clases, me he topado con maestros de todo tipo. Honestos, sencillos, divas, tranzas, simpáticos, comprometidos, chambistas, ojetes, agradables, improvisados, cultos, perros, barcos, justos e injustos.

De ellos aprendí a intentar ser justo en el trato con mis alumnos, en particular al momento de evaluarlos. Algunos fueron ejemplo claro de ello, como aquella doctora en historia que le dijo a un compañero de la maestría, tras preguntarle de qué trataba la lectura de esa sesión, que si no había leído que al menos no le quisiera ver la cara con improvisaciones; o cuando un profesor muy querido del posgrado me confesó que se le caía la cara de vergüenza con nosotros por el curso que nos estaba dando (no era para menos pues le exigieron  que lo impartiera con menos de dos días de antelación). Hubo otro, de literatura en preparatoria, que de tanto decirnos que nos reveláramos contra todo tipo de injusticias, terminó siendo despedido sin que siquiera nos reveláramos.

En cambio, conocí otros cuyo ejemplo me bastó para saber qué camino no seguir. En secundaria el maestro de física tuvo la puntada de ponerle 10 a un compañero cuando este le contestó que "un haz de electrones era el más fregón de los electrones", en tanto que la de literatura reprobó a un compañero por contestarle "que el autor de El Principito era Chespirito". En preparatoria tuvimos uno de humanidades que cada vez que tenía un arranque bíblico nos decía que "darnos clase era como echarle margaritas a los cerdos". La universidad no estuvo exenta de casos ejemplares como el de la profesora de historia moderna, que era un encanto en clase pero en exámenes desconocía hasta a su madre; el "teacher" de historia de América virreinal que basó gran parte del curso en sus anécdotas de estudiante en Alaska porque no tenía ni idea de la materia, o el doctor, uno muy reconocido por cierto, que era muy entretenido pero que no podía disimular que improvisaba todas las clases y jamás calificaba los trabajos que pedía.

Hayan sido justos o injustos, lo cierto es que a todos mis profesores les aprendí algo y debo confesar que desde que cambié el pupitre por el pizarrón, comprendo que el tema de la (in)justicia en el salón no es tan sencillo como creía.

domingo, 19 de agosto de 2012

Entre los hot cakes y la escuela


Hoy por la mañana desayuné unos sabrosísimos "hot cakes" caseros. Es una tradición que poco ha poco se ha ido instituyendo en casa desde hace poco menos de dos meses y por insistencia de mi hija. 

Los de hoy pintaban para ser un completo desastre. Como los preparé aún medio dormido, mezclé los ingredientes con tal desorden que ni aunque lo hubiera querido hacer a propósito lo habría hecho tan mal. Dicen que en matemáticas el orden de los factores no altera el producto..., pero en la cocina esta axioma no aplica.

Finalmente quedó todo en un susto. De hecho, los "hot cakes" tenían buena pinta, consistencia y, más importante aún, sabor. De hecho, fue esto último lo que me conmovió pues me hizo recordar mi infancia pues después de masticar el primer trozo supe que sabían igual a los que mi madre preparaba.

Ella era una aficionada consumada a los "hot cakes". El vicio, porque hubo un tiempo en el que realmente lo fue, lo adquirió en España con un platillo similar que se llama "tortitas" (más pequeñas y acompañadas con nata montada y miel de maple), si bien aquí encontró la gloria con esa especie de "tortitas" tamaño gigante.

Y vaya que si los "hot cakes" obraban milagros en ella. Tardó muchos años en animarse a cocinar, pero eso sí, cuando se trataba de este platillo, le perdía la animadversión a la cocina y no paraba de trabajar hasta que salía con una fuente llena de esta delicia.

Recuerdo que me encantaba cenarlos (así nos las gastamos en mi familia). Mamá y yo nos bajábamos a la sala para untarles la mantquellia, chorrearlos con miel de maple y partirlos en trozos irregulares. Mientras los devorábamos, veíamos la tele (casi siempre nos tocaba la serie "Mi bella genio") y platicábamos de tontería y media. La verdad es que nos la pasábamos muy bien.

Con el tiempo perdimos esta tradición, lo que no fue malo pues poco a poco a mi mamá le dio por entrarle a la cocina. Tenía buena mano para hacer la comida y esta le quedaba bien, salvo cuando le daba por innovar el repertorio culinario. Entonces ahí si a temblar pues se trataba de una especie de ruleta rusa en donde había las mismas posibilidades que le quedaran buenísimos o de terror. ¡Esas eran sorpresas y no tonterías!

Ahora que el día ha pasado, creo que había algo más que la comida y sus sabores. Hoy es la noche previa a la entrada de los niños a la escuela. Para mi era la peor de las noches, era saber que en unas cuantas horas viviría en carne propia la peor de las pesadilla. Y mi mamá lo sabía, tanto así que al acostarme me decía al oído que me quedara tranquilo pues ella sabía que me iba a ir muy bien. Jamás dejó de repetírmelo cada vez que yo tenía que iniciar un ciclo...

jueves, 26 de julio de 2012

Yo prefiero a los bancos de antes



El primer contacto que tuve con la banca fue de niño. Recuerdo que Banamex tenía unas alcancías que simplemente me volvían loco. Eran de plástico, tenían la forma de personajes de caricatura y estaban adornadas con colores chillantes... Si, eran bastante kitschs, ¿pero quien no tiene este tipo de gustos en la infancia?

La siguiente vez fue en Cuatla, Morelos, el 1° de septiembre de 1982. Mi abuela y yo estábamos escuchando un radio portátil cuando escuchamos -en vivo y en directo- el momento en el que el presidente José López Portillo nacionalizaba de manera improvisada la banca mexicana. Entonces no tenía mucha idea de lo que pasaba, pero bastaba ver la cara de mí padre para saber que aquello no era bueno.

El mundo bancario me coptó cuando empecé a trabajar en el año 1992. Hacía tan sólo dos años que la banca se había privatizado y apenas se hacía de las malas artes que hoy le caracterizan. Con ello quiero decir que era un tiempo en el que las comisiones eran escasas, en el que no todas las cuentas requerían de saldos mínimos y éstos eran, como su nombre lo dice, "mínimos". El servicio al cliente era bueno a secas (que no amable o cortés, mucho ojo) y las tasas de interés no estaban tan desproporcionadas como en la actualidad.

Sin embargo, el mentado "error de diciembre" de 1994 hizo que los bancos sacaran lo peor que tenían, y que hoy es lo que les caracteriza. Ante su desastrosa política de préstamos quisieron cobrarse a lo chino con los deudores, quienes ante la imposibilidad de seguir pagando sus créditos devolvieron sus automóviles, casas, departamentos o lo que fuera. Como ello no le daba liquidez, y el gobierno aún no creaba el Instituto para la Protección al Ahorro Bancario (IPAB) para comprarles esta deuda, buscaron otros medios como el aumento de las comisiones y la creación de otras tantas, encarecer el crédito que otorgaban a las personas físicas y morales pero abaratar los intereses que pagaban a estos por su dinero. ¿La historia les suena?

A estas alturas del partido ya estoy literalmente hasta la madre de los bancos. Con Scotiabank tengo un crédito hipotecario a tasa fija. Para que me lo facilitaran, debí abrir una cuenta corriente cuyo saldo mínimo fue de 3,000 pesos mensuales hasta el 2011, cuando por sus pistolas decidieron subirlo 10,000 pesos. La explicación del banco fue muy cordial, lo reconozco, pero tuvo como fundamento la famosísima "Ley de Herodes"...

Los de Banamex se pulieron. Cuando me he tardado un par de días en pagar la tarjeta de crédito me llaman sin césar al celular para recordarme lo buena gente que han sido conmigo al financiarme y lo ojete que soy pero abusar de su bondad al no pagarles; sin embargo, cuando detectaron un movimiento extraño (un pago de 10,654 a Aeroméxico) me llamaron a la casa y fu lo suficientemente amables como para dejarme un recado en la contestadora. 

Con HSBC tuve una historia en la que hubiera creído que estaba protagonizando en un capítulo de "La dimensión desconocida" de no ser porque los conozco mejor que la británica madre que los parió. Quise activar una chequera por teléfono pero se me olvidó la contraseña, lo que en principio no era problema pues bastaba con hablar con un agente para rescatarla. El agente, muy amable también, me preguntó mi nombre, fecha de nacimiento y dirección. Después de que contesté el cuestionario me dice que el sistema no le da acceso pues de seguro hay una respuesta que está mal. Tuve que ir a una sucursal para arreglar el problema. ¿Saben cuál era? Que estos memos tenían registrado como mi domicilio el de soltero y no el de casado. Lo hilarante es que desde hace 15 años me envían la correspondencia... !al del casado!

Es por todo eso que prefiero a la banca de antes, más desabrida pero menos pendeja, más lacónica pero menos ladrona, más antipática pero menos deshonesta. Como dice un amigo, "para tener el dinero en manos de idiotas e incompetentes, mejor que se quede en las mías".

miércoles, 18 de julio de 2012

Boda y feria

No me acuerdo el año, pero si recuerdo que la misa fue en Polanco y la comida en Reforma. Felipe fue el segundo en casarse, poco tiempo después de que lo hiciera Javier, y no olvidó ni el más mínimo detalle tanta en la ceremonia como en el festejo.

Hacía un tiempos que los amigos no nos reuníamos y la ocasión parecía perfecta para pasarnos un buen rato. Compartimos mesa en compañía de nuestras novias y esposas y estuvimos charlando amenamente durante una hora hasta que el ambiente fue decayendo poco a poco hasta que imperó un silencio bastante incómodo.

Medio aburrido, pedí al mesero un par de whiskys en la rocas. Fue más snobismo que otra cosa, pues entonces no acostumbraba a beber destilados, mucho menos éste que me sabía a medicina. Cuando tuve los vasos delante me di cuenta de que había metido la pata y tenía dos opciones: o dejaba los tragos sobre la mesa o me los bebía, aunque fuera por orgullo. Finalmente me decidí por la segunda opción y, tal como si se tratara del peor de los jarabes, me empujé los dos tragos sin respirar.

Como era de esperar, agarré una borracherita muy rica ("el puntillo", como diría mi amigo Rodrigo) y tuve una ocurrencia que compartí con los presentes para matar el rato: ¿Y por qué no nos vamos mejor a la feria? Mal debían estar las cosas cuando los amigos, en vez de reírse, estuvieron de acuerdo con tan fenomenal tontería.

Fue así como terminamos en la feria de Chapultepec una hora más tarde. Primero nos subimos todos -a excepción de la esposa de Javier, que estaba embarazada- a una pequeña montaña rusa que lo único emocionante fue ver como Rodrigo y su acompañante se estaban besuqueando al estilo "otorrino". Posteriormente nos metimos a la casa del terror porque era la única atracción en la que no había que hacer cola. Recuerdo que Rodrigo se puso a presumir que nada de eso le daba miedo, que eran puras tonterías para niños e ignorantes... y así fue hasta que de la nada le salió al paso "Freddy Krueger" con sierra y toda la coda. Entonces Rodrigo se tiró al suelo y se hizo un ovillo mientras se cubría la cabeza con las manos, mientras que los demás estábamos también en el suelo... partiéndonos de la risa.

Nos subimos a otros juegos sin pena ni gloria y decidimos cerrar con broche de oro subiéndonos a la montaña rusa. La idea no era de mi agrado pues ya me hallaba en plena resaca y temía que unos cuantos ascensos lentos y unos descensos acelerados hicieran mella en mi estómago. Finalmente pudo más el orgullo que la prudencia y me subí. No vomité, pero se me olvidó poner el cuello rígido, así que fui víctima de una tortícolis muy rebelde.

No sólo la pasamos bien, también fue la última ocasión en la que los amigos volvimos a juntarnos para divertirnos como antaño. Muchas veces creo que fue nuestra despedida de la adolescencia.