domingo, 25 de septiembre de 2011

Esa envidiable capacidad de escurrir el bulto

Provengo de una familia donde el trabajo es visto como una necesidad, cierto, pero también como una actividad que nos permite vivir con dignidad. En ese sentido, siempre he tenido suerte pues desde que inicié mi vida laboral, siempre he tenidos trabajo (y que siga siendo siempre así, por favor).

Son varios años chambeando ininterrumpidamete, tiempo en el que he podido trabajar en distintos lugares, conocer muchos colegas, alumnos y amigos y pasarmelo generalmente bien. En realidad han sido muy pocas las ocasiones en las que he tenido problemas o en las que me le he pasado mal en una oficina o salón de clases.

Lo que siempre ha sido una constante, eso sí, es toparme con esa estirpe de individuos que siempre se las apañan para escurrir el bulto, para hacer que otros hagan su trabajo y, por si ello fuera poco, para quedar bien con el jefe. 

Reconozco que esta es una batalla perdida, es por ello que la escribo. Si uno es su compañero de trabajo y termina por conocerlos, no tienen empacho en ir directamente con el jefe, lanzarle más cuentos que los de Calleja y convencerles de que su carga laboral es desmedida e injusta. Claro está que para ello siempre se necesitará una autoridad lo suficientemente ingenua o crédula para caer en la trampa. 

Entiendo que todos los seres humanos somos diferentes, que cada uno de nosostros tiene capacidades y habilidades distintas, y que nuestros umbrales de dolor y de resistencia son disímbolos. Sería absurdo negar una verdad tan grande. Pero, ¿qué pasa cuando algunas personas se aprovechan de esta condición para sacarle provecho en detrimento de los otros? Eso es precisamente lo que me jode.

Y me jode por dos razones. La primera es porque se trata de una injusticia en la que, a final de cuentas, todos terminamos pagando el pato dado que tenemos que trabajar más por el mismo sueldo. La segunda es porque pudiendo hacer lo mismo, no puedo, simplemente no me nace como consecuencia del ejemplo visto en casa.Es justo por esto que digo que se trata de una batalla perdida pues ni ellos ni yo cambiaremos. 

A final de cuentas, el asunto es una cuestión de consciencia y de formación (que no educación) y es un claro ejemplo de que uno es lo que de chico " mamó en casa"...

sábado, 10 de septiembre de 2011

Míseros congresos...

Definitivamente no me van mucho las cuestiones gremiales. La parte de la investigación es bonita, aunque no tanto como la de escribir -que siempre será más sabrosa-, pero la de ir con los pares resulta muy desgastante.

En unas horas regreso a casa después de haber asistido al XVI Congreso de la Asociación de Historiadores Latinoamericanistas Europeos -que en nada tiene que ver con la imagen que puse-, celebrado en San Fernando, Cádiz. La ciudad es muy bonita, se come de lujo y la gente es muy agardable (que no tan simpática, como luego nos la quieren vender). Y, sin embargo, la única queja es el gremio, los colegas.

Resulta difícil llegar más sólo que la una a estas reuniones porque, en general, la gente va en grupos y éstos son bastante cerrados. Con ello no quiero decir que sean descorteses, porque jamás lo fueron conmigo, más bien que resulta casi imposible integrarse a estas pequeñas "cofradías". Comes con ellos, te hacen caso, pero luego las pláticas derivan en experiencias pasadas comunes y en chistes tan propios que, de plano, me quedo fuera de la jugada.

Lo interesante de esta historia es que después dedía y medio de estar haciendo mi lucha, finalmente desisití de continuarla. Y ahí se obró el milagro. Me tope con dos colegas de la UNAM, a quienes había conocido en un congreso celebrado en Veracruz hace unos meses, quienes fueron muy amables al invitarme a tomar una cerveza con ellos y a platicar. Pese a que nuestras líneas de investigación no tienen nada que ver, nos la pasamos de maravilla.

Al similar pasó la noche de la clausura. Estuve sentado al lado de un colega a cuya esposa conozco porque colaboramos juntos en un proyecto el año pasado. Charlamos desenfadadmente y resulto que tocamos temas similares y conoce a otros colegas que están metidos en un proyecto muy parecido al que estoy desarrollando, lo que representa un panorama alentador.

Más allá de estas perlas, e ignorando cómo sean los demás, el gremio de los historiadores encarna la cerrazón pura. Así que si alguno de ustedes se ve en la obligación de enfrentarse a éste, o va en banda o, de plano, deja de quererse meter a chaleco ahí para que el "maná le caiga del cielo"...

lunes, 15 de agosto de 2011

Hay errores...


Creo que cuando nos dicen que con los años solemos cometer menos errores, simplemente nos están mintiendo de la manera más vil pues tengo la convicción de que no se trata de una cuestión numérica o de frecuencia, sino de percepción.

Hay un tiempo en la vida -la juventud- en la que uno se pone sombrero al mundo y pasa olímpicamente de él. Se hacen las cosas por impulso y, en la mayoría de las ocasiones, no se tiene ni el tiempo ni el interés en pensar en las consecuencias que acarrearán. ¡Aburrido!

Con los años, ¿por desgracia?, a uno se convence de que cada acto en la vida tiene cola y que ésta es muy fácil de pisar. Entonces se acaba la diversión pues todo se ve en clave de resultados y, peor aún, de secuelas. Eso es precisamente madurar.

En ese sentido, me parece que hoy en día yerro de fondo y forma como lo hacía en el pasado, sólo que ahora tengo más consciencia de ello y, para ser sincero, no deja de ser un fastidio. La primera vez que me pasó, lo recuerdo muy bien, fue en el año 2006. ¡Cómo lamenté no haberle hecho caso a quienes cinco años atrás me habían recomendado hacer contactos para cuando llegara el final de sexenio! ¡Tonto de mí cuando pensé que no necesitaba de esas cosas! 

Dado que hombre soy y nada de lo humano me es ajeno -como diría el poeta latino- la situación se ha repetido con los años. Lo curioso es que ahora me ha dado por martirizarme con algunas cuestiones que, por más que intento, no puedo quitármelas de encima. Así, han pasado meses que me vi obligado a rechazar un proyecto y todavía sigo dándole vueltas pues creo que pude hacer algo más para quedarme con él. Y como ésta, otras cosillas que dejan en claro que aún me queda tiempo libre para joderme.
Lo bueno de situaciones como ésta es que llega el momento en que me doy flojera, después de habérsela dado por un largo rato a los demás, me doy el aspirinazo intentando convencerme de que "todo pasa por algo" en esta vida y, por último, echo andar otros proyectos a sabiendas de que con ellos vendrán otras metduras de pata. Ni hablar...

domingo, 31 de julio de 2011

La televisión y el internet

Ser niño en México en la década de los años setenta y tenerle cierto gusto a la televisión era una situación poco afortunada. Y no por la calidad de las series que se transmitían en los canales 5 y 8 (éste último se conevrtiría en el 9) que, además de entrañables, eran mucho mejores que las actuales (aquí salió el abuelo que todos los que tenemos 40 años o más sacamos a cada rato).

No, el problema era que no había una mísera serie cuyo final se transmitiera por la televisión. No sé qué le pasaba a Televisa (no podía ser de otra forma cuando aún sigo sin entenderla) cuando jamás comproba los capítulos finales. Hay quienes lo atribuyen a que éstos sería, supuestamente, más caros. Yo creo que se equivocan pues lo que en realidad sucedía era que no le importábamos los televidentes, más aún tratándose de los niños, quienes a sus ojos éramos una mezcla de retardados mentales en acto y rebeldes sin causa en potencia.

Recuerdo con especial cariño la serie El Tunel del Tiempo. La veía en un tiempo en el que no tenía ni idea que me iba a dedicar a la historia, pero tanto la entrada como la trama se me hacían de lo más emocionante y entretenido. Sin embargo, debo confesar que crecí con la frustración de no saber qué habían pasado con sus protagonistas -Tony Newman y Douglas Phillips- y, peor aún, de saber si finalmente pudiera regresar a su dimensión espacio-temporal o no.

No fue sino hasta la década del 2000 cuando descubrí que, en primera instancia, internet era una herramienta básica para dar respuesta a preguntas que, como las anteriores, me habían torturado en todos esos años. Así, descubrí, por ejemplo, que Tony y Douglas jamás pudieron regresar por cuestiones de raiting; que Homero Adams, el pater familias de los Adams, en realidad se llamaba González Adams, o que Eddie Munster iba a ser interpretado originalmente por Billy Mumy (William Robinson en Perdidos en el espacio) pero que sus padres se negaron a ello por las grandes cantidades de maquillajesque debía usar.

Sin embargo, pronto descubrí que intenet me brindaba más posibilidades, aunque un tanto peleadas con la legalidad. Si, satisfacer esas inquietudes que cargaba desde niño o enterarme de los chismes -del cotilleo- que rondaba alrededor de las series de mi infancia era una experiencia buena y liberadora, pero bastante limitante. ¿Para qué conformarme con ello cuando podía volver a ver las series? Es por ello que gracias a la red he rememorado un parte importante de mi infancia al ver una y otra vez aquellos programas que tanto me gustaban de niño del mismo modo como he tenido el privilegio de contemplar aquellos finales que por tanto tiempo eché de menos.

Reconozco, además, que como televidente, internet me ha liberado porque ya no estoy a expensas de las decisones de los sistemas de televisión de paga o de las cadenas que producen los programas. Si el capítulo o la temporada existe, ya estoy del otro lado. Sólo tengo que buscarlo, ponerme cómodo para verlo caundo yo quiera y sin cortes comerciales. Le doy la razón a mi esposa cuando dice que la experiencia no es igual que la que da la televisión; muy cierto, pero las sensaciones de libertad y de autonomía que me brinda son invaluables.


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domingo, 24 de julio de 2011

Las vacaciones

Escribo estas líneas víctima del catarro y de las quemaduras del sol mientras mis vacaciones agonizan. Fueron dos semanas que, aunque no estuvieron exentas de labores que realizar, implicaron al menos no poner un sólo pie en el trabajo y salir de la ciudad por cuatro días.
Debo reconocer que en estas lides de vacacionar he ido mejorando poco a poco desde que era niño, aunque reconozco que aún me queda mucho por mejorar. Me siguen jodiendo lo mismo los lugares muy concurridos que una almohada muy alta o un colchón demasiado blando. Insisto, he mejorado, pero reconozco que existen cosas que jamás modificaré.
Cuando era niño, viajar, particularmente a Acapulco, me representaba una dolorosa experiencia que apenas se veía compensada con la posibilidad de nadar en la alberca y en el mar. Mi primer problema era la comida. Pocas cosas me gustaban, así que mi dieta era muy escasa y poco variada. La leche no la probaba, al igual que el pescado, la carne y los frijoles; no así, el pollo, los refrescos y los helados que me proveían de los nutrientes necesarios.

Lo curioso es que esta dieta tan pobre era la causante de mi segundo problema: el estreñimiento. Podía pasarme días sin ir al baño y estar muy campante. Lástima que mi madre no pensara así. Ella se preocupaba mucho por mí situación, le llamaba a mí padre a la Ciudad de México y siempre terminaban recetándome el mismo remedio: un supositorio que hacía las veces de purgante. ¡Vaya injusticia! ¡Vaya sufrimiento! Existiendo otros remedios solubles o en tabletas, ¿por qué recurrir a un medio tan intrusivo?

En estos viajes también conocí el insomnio. Muchas noches caía noqueado en la cama para abrir el ojo en la madrugada y no cerralo sino horas después. Esos momentos los sufría mucho porque empezaba a extrañar mí cama -mí casa- y me sentía como un reo purgando cadena perpetua pues no podía ni encendar la luz ni la tele.

Con los años, y al hacer el recuento de los daños, reconozco que había cosas muy buenas. Mi madre me daba una libertad, que dudo ser capaz de dársela a mi hija, para ir y venir del hotel a la playa y de la playa al hotel; además, era muy paciente pues me consentía todos mis caprichos y nunca me jeringaba con el tema de la comida. De igual forma, mi padre solía alcanzarnos el viernes por la tarde para regresar todos juntos el domingo. Me emocionaba muchísimo verlo llegar al hotel porque eso significaba que íbamos a compartir un buen tiempo echándonos clavados y jugando en el agua, que me iba a llevar al cine (lo que nunca hacía en la Ciudad de México) y que me iba a dar un paseo nocturno en su coche antesde irnos a dormir.

En fin, el tiempo pasa, uno cambia, los sufrimientos y alegrías del pasado se convcierten en recuerdos, pero las vacaciones siempre estarán ahí...


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