Situado en la delegación Benito Juárez, supuestamente una de las mejores del Distrito Federal, el edificio en el que vivo tiene algunos habitantes cuyo ejemplo más bien parece ser muestra de lo contrario. No es una cuestión de dinero, pues ahí hay algunos que parecen tenerlo, y de sobra, más bien de consideración, cortesía y educación, virtudes que en poco o nada tienen que ver con los billetes, cheques y monedas. Para muestra, bastan algunos botones.
Tras haberlo hecho una vez, concluí que resultaba absurdo repintar mi coche. Gracias a los descuidos de algunos vecinos la pintura de las salpicadera ha sido botada por los ligeros, pero constantes, golpes de las portezuelas de los otros coches. Mejor ni hablar de las defensas, particularmente de la trasera, que a base de recibir pequeños golpecillos, está descascarillada. Como comprenderán, resulta imposible saber quién o quiénes son los responsables.
Está también la orgullosa madre de dos gemelos de menos de un año. Tiene la costumbre de ordenar a su chofer que pare el coche nada más llegar a la entrada del edificio. Entonces el mundo se detiene literalmente, pues ningún coche puede entrar o salir del edificio en tanto este hombre saca las sillitas del coche, las lleva al recibidor, las mete en el elevador y espera a que su patrona entre en él. Ya puedo tener una emergencia o cualquier clase de contingencia, que tengo que esperar a que este ritual concluya antes de poderme estacionar.
Una joyita es el vecino al que mi esposa y yo llamamos "el narquito". Si bien en en el trato resulta ser un tipo agradable, debe estar metido en unos negocios muy afines a su alias, cuando cambia de coche con cada final de mes y se cree el amo del edificio. Recién cambiado, tuvo la costumbre de retener siempre un elevador en su piso pues, total, como el edificio tenía dos, siempre quedaba otro para el resto de los vecinos. Ahora yo no lo hace, pero, a cambio, se ha adueñado del 23% del estacionamiento (según los cálculos del esposo de la orgullosa madre) para convertirlo en almacén y guardar en él todas sus porquerías.
Comparto piso con una mujer que conozco desde que era niño y que me parece que es centenaria (y, si no lo es, ojalá que llegue a la edad que aparenta). Recién cambiados al edificio se mostró un tanto cortés con nosotros, decir cordial sería un abuso, pero el embrujo terminó cuando me preguntó que si al igual que mi padre había estudiado medicina. Bastó que dijera que no para ganarme de nueva cuenta su desprecio. En la actualidad ya no habla, pero dedica unas miraditas que helarían las sangre del mismísimo Drácula.
No podría faltar la "funcionaria asesina", una mujer que trabaja en el sector público cuya preocupación es guardar a toda costa su coche en la parte techada del edificio. Está tan obsesionada con ello, que cada vez que no lo logra, le hecha una bronca fenomenal al portero. Es asesina pues se especializa en lanzarse despiadadamente a la yugular de sus enemigos en las juntas de condóminos. En ellas, los vecinos podemos estar discutiendo en términos medianamente civilizados cuando sin decir ni agua va, entra en catarsis. Entonces mira a la administradora, se le desorbitan los ojos, alza la voz y le recita una retahíla de insultos hasta que regresa a ella la calma. Suele ser entretenido, aunque después de un rato, se convierte en algo perturbador.
Por supuesto que también debería hablar de los otros compañeros de aventura, de aquellos vecinos que aunque son pocos, hacen que la vida en el edificio sea llevadera. Prometo hablar de ellos en una entrega futura.
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