Debo confesar que mi experiencia con la escritura fue bastante tardía. De adolescente me gustaba leer, pero nunca fui de esos que se dedicaran a escribir historias, mucho menos poemas donde volcar todos mis anhelos, amores y frustraciones... ¡qué flojera!
Al entrar a estudiar historia no tuve más opción que empezar a escribir pues era de cajón que en cada materia nos solicitaran un trabajo individual para evaluarnos. Fue entonces cuando descubrí uno de los grandes problemas de la escritura: el gusto del lector. Así, en más de un semestre sucedió que mientras a un profesor le agradaba mi forma de escribir, a otro le desagradaba.
Recuerdo con especial gusto los problemas que mi estilo generó en el seminario de titulación que compartí con compañeros de maestría y doctorado. Valentina Torres, profesora de la carrera y lectora de mi tesis, se quejó amargamente de éste por estar lleno de gongorismos (¡pobre Góngora!) y "amablemente" a corregirlo. Claro está que de pendejo compré esa basura y creí que era un discapacitado para hilar con claridad más de tres palabras.
Pocos años después, leí el periódico entre clase y clase caudo me topé con un anuncio que me llamó la atención. Una editorial solicitaba escritores de libros de texto para preparatoria, entre ellos uno de historia. Consideré que más que un anuncio, aquella era una oportunidad de exorcizar ese antiguo fantasma de la escritura. Las cosas se fueron dando y en cuestión de tres años apareció mi "primer hijo": Historia de México.
Aunque la experiencia fue gratificante, no me satisfizo del todo pues tenía la sensación de que se podía tratar de un simple chiripazo, de un garbanzo de a libra. Pronto se me presentó la oportunidad de corroborar si ese sentimineto era real o no al entrar a trabajar al Institiuto Nacional de Bellas Artes. Mi labor ahí se limitaba a escribir: discursos, ruedas de prensa, prólogos, conferencias o cualquier tipo de texto relacionado con el arte.
Fueron casi seis años de práctica en los que aprendí a escribir gracias a los montones de textos que había que despechar y a la ayuda de mis dos grandes zenzeis: Jaime Vázquez y Daniel Leyva, así como de Saúl Juárez, director general, quien con sus párrafos tachados y acompañados de las míticas leyendas "cambiar" y "no me gusta" me obligó a aprender el bello arte de la improvisación literaria.
Salí del Instituto, entre otras cosas, porque ya estaba cansado de escribir casi lo mismo por tanto tiempo. Sin embargo, poco tiempo pasaría para que descubriera que el mío ya era un vicio, que tenía la necesidad de escribir y sentir de nueva cuenta esa sensación liberadora que da el golpeteo del teclado y el placer que produce ver la letra impresa.
Aún hoy sigo sintiendo el miedillo de siempre de encontrarme delante de la hoja en blanco, pero ahora lo disfruto porque he entendido que, más allá de que se cuente con una prosa buena o mala, la escritura es una disciplina al tiempo que un aprendizaje continuo en el que lo que importa, a final de cuentas, es pasarse un buen rato compartiendo con los demás lo que somos o soñamos ser.