lunes, 17 de mayo de 2010

Esos locos que quieren ir de misiones

Hace tres semanas vinieron a comer a la casa Chego y Claudia, amigos de hace bastante años. A ellos los conocí en un retiro de misiones organizado por la Universidad Iberoamericana. Recuerdo que era mi primer experiencia en la materia y cuando llegué a la sala de la casa de retiros encontré a Chego acariciando a un gato. "Qué tipo tan raro -me dije-. Viene a un retiro y no es capaz de dejar a su mascota en casa"... Ya se imaginarán el ridículo que hice cuando se lo dije meses después... A reserva de lo anterior, lo cierto es que lo bello de prepararse para ir de misiones es que tienes la oportunidad de conocer gente "especial".

Ahí está el caso de Felipe, un compañero de la universidad que se veía con bastantes horas de vuelo y que era capaz de soltar ante un montón de extraños que años atrás embarazó a su novia y la obligó a abortar, pero que fue incapaz de aguantar un par de días entre la gente pobre de la sierra de Oaxaca por "ser peligrosa".

Otro personaje de antología era en buen "Charlie", un buen tipo cuya mayor frsutración fue no poder ser Policía Federal de Caminos, ni tampoco Rambo. Cuando lo fui a ver a él y sus compañeros en plenas misiones, me lo encontré a punto de partir leña. Estaba en camiseta sin mangas, usaba una banda en el cabello y llevaba un cuchillo en la boca... sin comentarios.


Luego esta "Rasputón, el sacerdote del Mayab", un padre dominico que regenteaba la casa de "Agua Viva". Organizamos ahí uh retiro y cada vez que le pedíamos algo o le notificábamos de alguna actividad, siempre parecía molestarse y murmurar algo así como "A que la ching...". También nos encontramos con San Martín de Porres (y su famoso don de la ubicuidad), aunque la ilusión se nos fue pronto al descubrir que en realidad se trataba de un par de novicios de origen afroamericano. ¡Una verdadera lástima!

No se quedaba atrás el buen Fernando que, jesuita al fin, se tomaba las cosas con mucha calma. Estaba a cargo del programa de misiones de la Universidad Iberoamericana la primera vez que Chego, Claudia y yo organizamos una ahí. Cuando nos quejábamos de que no habíamos recolectado el dinero suficiente para hacer el viaje a Torreón, sus palabras fueron: "pues, muchachos, no les queda más que ponerse sus shortcitos de licra, irse al monumento a la madre y darle al talón". A partir de entonces nadie volvió a quejarse.

El caso es que la tarea de prepararse para ir de misiones no requiere que uno sea un tipo devoto en demasía, más bien se necesita estar un poco chifletas y tener bastante sentido del humor. Lo demás viene por añadidura.

jueves, 22 de abril de 2010

La naturaleza y yo

Una de las cosas que más agradezco a mi padre en esta vida es que jamás quisiera llevarme a acampar. No es temor a quedarme a solas con él durante un par de días o a viajar en su compañía por largas horas pues reconozco que, pese a su parquedad, es un charlista muy entretenido.

No, el agradecimiento viene del hecho de que soy un ente urbano y muy comodino que disfruta, y mucho, de las bondades que la "civilización" ofrece. ¿Para qué montar una tienda de campaña cuando se tiene el dinero suficiente para hospedarse en un hotel u hostal decente? ¿Para que cargar con alimentos, parrillas y trastos cuando se puede pagar una rica comida en un restaurante a modo? Sé que hay mucha gente que acampa porque quieren conocer mundo y sus finanzas son estrechas, del mismo modo que conozco a otros que, pudiéndose pagar hoteles de hasta siete estrellas, lo hacen por el simple gusto de hacerlo.

Reconozco que mi juicio no es producto de un análisis meticuloso y hecho a consciencia. ¡Qué más quiera! peor aún. Estas palabras son producto de la experiencia, de tres ocasiones en las que acampé y en las que constaté, tal vez porque al definir a las dos primeras como "desastrosas" me quedaría corto, que lo mío no era estar tan cerca de la natura.

La primera ocasión sucedió en el verano de 1980, cuando mi mamá viajó a España para asistir a la boda de su primo Celso (de quien ya he hablado en otra entrada) y con ello fastidió a mi padre, un hombre que trabajaba de sol a sol y que, ahora, debía cuidar solo a un niño de 11 años que estaba de vacaciones. Una de las medidas tomadas por él fue la de inscribirme a los cursos de verano del Centro Asturiano de México, cuya actividad final era irse de campamento por dos días a la "paradisiaca" región de Oaxtepec. Si el curso fue una verdadero martirio, el campamento fue lo que le sigue.

Pasamos dos noches ahí, la primera en un hotel que se asemejaba más a una barraca de la primera guerra mundial. Ingenuamente me quejé sin saber lo que me esperaba el siguiente día. Bajo un cielo encapotado, caminamos un par de horas hasta llegar a un descampado donde nos esperaban un par de carpas estilo circense. Nada más entrar a la que me habían asignado, empezó a llover cántaros. La desilusión inicial que sentimos varios por ver cómo los planes de la fogata nocturna se esfumaban, se transformó en miedo cundo el agua se empezó a filtrar por el suelo. Con aire de suficiencia, los monitores nos dijeron que ya tenían controlada la situación y señalaron una esquina en la que se hallaban amontonados una serie de colchones donde, supuestamente, íbamos a dormir. La solución hubiera sido muy buena de no ser porque los colchones, hechos de hule-espuma, se humedecieron rápidamente y, con ellos, nuestros sacos de dormir

Nueve años después, y tras la insistencia de algunos amigos, repetí la experiencia. En esta ocasión acampamos en la playa. Jandrín y Moro ofrecieron sus tiendas de campaña,  mientras que los demás compramos los alimentos necesarios para tres días de contacto con la naturaleza. Además,  aquellos que no quisieron sumarse a esta aventura quedaron de ir a  visitarnos el sábado...  jamás se imaginaron lo que pasaría.

Los problemas iniciaron por la noche, a la hora de cenar. Comida había de sobra, no así cubiertos, trastes ni parilla de gas para cocinar. Fue entonces cuando, a instancias de Javi, me inicié en el mundo del consumo de las salchichas crudas, gusto que hasta de hoy conservo y que a más de uno causa asco. El día siguiente fue tan vil que no tuvo empacho en traicionarnos. Inició luminoso,  con un calorcillo rico y sin una sola nube en el horizonte, aunque para el medio día el cielo se estaba encapotando. Llegaron nuestros amigos a las 4:00 de la tarde cuando lo que se veían era nubarrones un tanto amenazadores. Media hora después, vino el acabose...

Empezó a llover y con fuerza. Nos metimos en las tiendas creyendo que se trataba de aguacero, aunque, repentinamente, aquello adquirió tanta fuerza que dejó de ser un bombardeo de agua para convertirse en uno de granizo. Eran trozos del tamaño de un puño que golpeaban con tanta fuerza que desgarraron la lona de la tienda de Rafa y tuvimos que quedarnos diez personas en una tienda para cuatro. Lo peor vino cuando el agua se empezó a filtrar por debajo de nuestro refugio, lo que en una playa quiere decir que estás situado justo en una zona donde el agua baja y estás a merced de una posible riada. Salimos como pudimos para desmontar el campamento entre granizos, quejas y gritos, si bien Jandrín lo hizo para ver que nada la pasara a la tienda pues, según lo que confesó de camino a casa, parecía que ésta era el miembro de la familia más querido por su madre.

Es por todo esto que, ratifico de nueva cuenta, mi agradecimiento a mi padre por ser un hombre convencional al que le basta el sillón, la cerveza y la botana -y no de la  traicionera naturaleza- para sostener la mejor de las pláticas posibles.


domingo, 11 de abril de 2010

¡Maldito estrés!

Hace varios días que estoy afónico. El jueves, en particular, fue uno de lo peores pues tenía la garganta semi cerrada, aunque viernes y sábado la historia no fue muy distinta.

Aparentemente la historia viene de tiempo atrás, de una bronquitis vacacional que, en aparciencia, se curó y que en realidad nada más se atarantó un par de días para regresar con la misma intensidad. Sin embargo,  y si he de ser sincero, estoy convencido de que esta no es la verdad.

Aquí hay dos culpables: el maldito estrés y  mi dificultad para canalizarlo, contenerlo y manejarlo. Es mi compañero desde hace un mes, pero el muy canijo a veces se oculta y, en otras, se manifiesta de manera repentina y traicionera. Cuando ello sucede, empiezo a sudar, el corazón se me acelera, paseo las manos por el pelo y sólo tengo cabeza para ello; además, adopto un gesto de preocupación y suelo responder con monosílabos y con un aparente desinterés. Horas o días después, me tranquilizo y recupero la calma

Terencio decía: "Hombre soy, y nada de los humano me es ajeno", frase lapidaria en mi caso, pues aunque sé como solucionar la situación, me me costó mucho trabajo tomar los arrestos para hacerlo. El punto de partida es simple: para terminar con el mal, se debe acabar con la fuente que lo produce. Frase tan grande como el universo pero difícil de aplicar si uno se obsesiona con los "daños colaterales" y las pérdidas que sus decisiones pueden acarrear.

Pero toda duda queda despejada cuando el cuerpo empieza a quejarse, a veces de manera muy sútil, con un refriado o un amago de bronquitis, y en otras de forma tan bestial que hasta te premia con un "viaje todo pagado" al otro barrio. Y sólo entonces me da por ver mi vida como si se tratara de una obra de teatro y yo un espectador en primera fila y me doy cuenta de que me  sigo tomando la vida muy en serio, como el buen Claudio siempre me lo ha dicho, y de que  nada es para tanto no es tan sólo una mera frase, es una filosofía de vida...







jueves, 25 de marzo de 2010

¿Tesis? No, gracias

Su solo nombre puede provocar sudoración, palpitaciones súbitas, nauseas y hasta ataques de ansiedad. Es la tesis y, en su momento, muchos la aborrecimos.

Lo curioso es que la tesis en sí no es el problema, pues se trata de  de lectura, reflexión y escritura, un ejercicio que casi todo alumno podría realizar al final de su carrera.  No, la bronca muchas veces se encuentra en la gente que involucra el proyecto.

La pieza clave aquí es el director de tesis. Hay que buscarse a un tipo que sepa del tema que queremos trabajar y que nos trate como futuros colegas -y no como meros retardados-; alguien a quien respetemos y con quien nos síntamos cómodos al momento de trabajar. En otras palabras, la tarea equivale a buscar una aguja en un pajar.

En la tesis de licenciatura me dirigió Martha Elena Negrete, una historiadora admirable en todos los sentidos quien, pese a saber mucho, siempre se mostró sencilla y muy amable conmigo. Recuerdo que religiosamente iba cada jueves a su casa para revisar los avances de la tesis mientras tomábamos café. En cambio, para la de maestría me asignaron a Guillermo Zermeño aquien era un historiador incomprendido pues nadie era capaz de entender lo que decía en los seminarios de tesis. La relación fue un fracaso desde el inicio puesmientras que él asumió que yo era un incompetente, yo asumí que era un imbécil redomado. Afortunademente él se fue y Perla me sacó del apuro y logré titularme.

Otro punto a tocar es el de los revisores de la tesis. El asunto aquí es que uno no los escoge, a lo sumo los recomienda. Esto puede llegar a ser un auténtico viacrucis por distintos motivos, si bien el prinicipal es el del tiempo. Lo común es que se tarden los días y las horas con la revisión del escrito mientras uno tiene que aguantarse pues e trata de "gente muy ocupada que está haciéndonos el favor de leer, tolerar y corregir nuestras sandeces". Peor aún es cuando toman al tesista como rehén para atacar al director de éste por motivos personales o profesionales.

Así me la aplicó Valentina Torres en el seminario de tesis de licenciatura. Tras haber leído la primera versión del escrito esbozó una sonrisa condescendiente y me dijo "la información está bien pero el orden fatal. Debes reescribir la tesis". En un gran acto de generosidad, hasta se ofreció a corregir mi redacción ("es muy barroca", dijo) capítulo por capítulo. Curiosamente, un par de meses después me enteré que entre ella y mi directora de tesis había un pleito casado y que yo estaba pagando por ello. Bello, ¿verdad?

El caso es que por estas razones, y otras más que he omitido por cuestiones de espacio, muchas veces somos los profesores -con nuestros problemas, prejuicio, filias y fobias- quienes hacemos tortuoso un camino que por naturaleza no lo es. Por su puesto que la escritura de la tesis de licenciatura es una labor ardua y poco sencilla, pero no por ello debe sufrirse al extremo  de preferir una endodoncia sin anestesia o, peor aún, sentirse incapaz de hacerla y darse por vencido. A final de cuentas recordemos que en esta vida "nada es para tanto y tanto no lo es todo".

miércoles, 3 de marzo de 2010

Esos viajes a Acapulco I

Mientras estudiábamos la secundaria y la prepa, jamás nos dio a mis amigos y a mi por irnos de viaje. No tenía caso hacerlo dado que nos veíamos prácticamente todos los días. Pero sólo nos bastó cursar el primer semestre en distintas universidades para lanzarnos a la aventura acapulqueña,

En prinicipio éramos Chuck, Felipe, Gálvez y yo, aunque poco antes de marchar se nos apuntaron el Ñaja, hermano de Carlos, y su amigo Mauricio. La adición de estos últimos elementos en poco cambió las cosas, aunque a la postre enriquecería la aventura, pues nuestro transporte era un destartalado camión "Estrella Blanca" que saldría al filo de la media noche del 7 de enero de 1988.

Una parada eterna en una destartalada cocina económica a mitad de la sierra, un par de distracciones semimortales del conductor, unas conco horas sin poder pegar las pestañas y una plática chida con Chuck son lo que más recuerdo de aquel recorrido nocturno.

A primera hora de la mañana llegamos al fin a la estación de autobuses de "Acapulman" (como decía Felipe) y como si fuéramos almas que llevaba el diablo, agarramos el primer taxi sin importar lo que nos cobrara. Era urgente llegar al hotel, darnos un regaderazo y prepararnos para gozar los cuatro días que teníamos por delante.

El registro fue rápido y el cuarto que nos asignaron era increíble. Localizado en el cuarto piso, tenía vista al mar, era amplio y luminoso y el balcón quedaba  a poca distancia de la piscina. Mientras discutíamos sesudamente sobre las posibilidades de sobrevivir a un clavado lanzado desde el balcón, un botones tocó la puerta para decirnos que había una confusión y que aquella no era nuestra habitación. Y entonces el vía crucis empezó.

Pasamos del cuarto piso al subsotano dos, de una habitación amplia y bella a una lóbrega y con un ventilador a manera de aire acondicionado, de tener vista al mar a tener una de ladrillos ennegrecidos, de respirar la brisa marina a inhlara continuamente monóxido de carbono. Se hacía tarde, así que decidimos comprar lo mpinimo necesario para cenar e ir a la playa para animarnos con los últimos rayos de sol, lo que en realidad no sucedió pues tuve a bien perder la llave de la habitación.

Una vez que pagamos, bueno, que pagué el duplicado, bajamos a nuestro aposento Al abrirse las puertas del elevador, nos encontramos con el pasillo lleno de humo. Una persona de mantenimiento nos informó, con el extintor  aún en las manos, que el cuartucho al lado había tenido un cortocircuito pero que todo estaba bajo control. Aquel fue nuestro pequeño "infierno en la torre" y seguiría siéndolo por algunos días más.

Un par de minutos más tarde, tocarona nuestra puerta. Eran las vecinas de al lado y venían a "presentarse". Se trataba de tres chavas leonesas que también estaban de vacaciones. Si bien tres compartían se parecían en que tenían cara de tentación, pero cuerpo de arrepentemiento hubo una --la "biberones"-- que nos llamó a todos la atención más por la forma que por el tamaño de sus atributos.

El caso es que una cosa llevó a la otra y cuando nos dimos cuenta, Felipe les había cambiado el ventilador por uno que parecía haber sido propiedad de Hitler, y había transformado medo kilo de jamón en unas cuantas lonchas escuálidas. Nunca antes en mi vida vi un eiemplo tan claro de la verdad que entraña la máxima española "arrean más un par de tetas que un par de carretas"...