Una de las cosas que más agradezco a mi padre en esta vida es que jamás quisiera llevarme a acampar. No es temor a quedarme a solas con él durante un par de días o a viajar en su compañía por largas horas pues reconozco que, pese a su parquedad, es un charlista muy entretenido.
No, el agradecimiento viene del hecho de que soy un ente urbano y muy comodino que disfruta, y mucho, de las bondades que la "civilización" ofrece. ¿Para qué montar una tienda de campaña cuando se tiene el dinero suficiente para hospedarse en un hotel u hostal decente? ¿Para que cargar con alimentos, parrillas y trastos cuando se puede pagar una rica comida en un restaurante a modo? Sé que hay mucha gente que acampa porque quieren conocer mundo y sus finanzas son estrechas, del mismo modo que conozco a otros que, pudiéndose pagar hoteles de hasta siete estrellas, lo hacen por el simple gusto de hacerlo.
Reconozco que mi juicio no es producto de un análisis meticuloso y hecho a consciencia. ¡Qué más quiera! peor aún. Estas palabras son producto de la experiencia, de tres ocasiones en las que acampé y en las que constaté, tal vez porque al definir a las dos primeras como "desastrosas" me quedaría corto, que lo mío no era estar tan cerca de la natura.
La primera ocasión sucedió en el verano de 1980, cuando mi mamá viajó a España para asistir a la boda de su primo Celso (de quien ya he hablado en otra entrada) y con ello fastidió a mi padre, un hombre que trabajaba de sol a sol y que, ahora, debía cuidar solo a un niño de 11 años que estaba de vacaciones. Una de las medidas tomadas por él fue la de inscribirme a los cursos de verano del Centro Asturiano de México, cuya actividad final era irse de campamento por dos días a la "paradisiaca" región de Oaxtepec. Si el curso fue una verdadero martirio, el campamento fue lo que le sigue.
Pasamos dos noches ahí, la primera en un hotel que se asemejaba más a una barraca de la primera guerra mundial. Ingenuamente me quejé sin saber lo que me esperaba el siguiente día. Bajo un cielo encapotado, caminamos un par de horas hasta llegar a un descampado donde nos esperaban un par de carpas estilo circense. Nada más entrar a la que me habían asignado, empezó a llover cántaros. La desilusión inicial que sentimos varios por ver cómo los planes de la fogata nocturna se esfumaban, se transformó en miedo cundo el agua se empezó a filtrar por el suelo. Con aire de suficiencia, los monitores nos dijeron que ya tenían controlada la situación y señalaron una esquina en la que se hallaban amontonados una serie de colchones donde, supuestamente, íbamos a dormir. La solución hubiera sido muy buena de no ser porque los colchones, hechos de hule-espuma, se humedecieron rápidamente y, con ellos, nuestros sacos de dormir
Nueve años después, y tras la insistencia de algunos amigos, repetí la experiencia. En esta ocasión acampamos en la playa. Jandrín y Moro ofrecieron sus tiendas de campaña, mientras que los demás compramos los alimentos necesarios para tres días de contacto con la naturaleza. Además, aquellos que no quisieron sumarse a esta aventura quedaron de ir a visitarnos el sábado... jamás se imaginaron lo que pasaría.
Los problemas iniciaron por la noche, a la hora de cenar. Comida había de sobra, no así cubiertos, trastes ni parilla de gas para cocinar. Fue entonces cuando, a instancias de Javi, me inicié en el mundo del consumo de las salchichas crudas, gusto que hasta de hoy conservo y que a más de uno causa asco. El día siguiente fue tan vil que no tuvo empacho en traicionarnos. Inició luminoso, con un calorcillo rico y sin una sola nube en el horizonte, aunque para el medio día el cielo se estaba encapotando. Llegaron nuestros amigos a las 4:00 de la tarde cuando lo que se veían era nubarrones un tanto amenazadores. Media hora después, vino el acabose...
Empezó a llover y con fuerza. Nos metimos en las tiendas creyendo que se trataba de aguacero, aunque, repentinamente, aquello adquirió tanta fuerza que dejó de ser un bombardeo de agua para convertirse en uno de granizo. Eran trozos del tamaño de un puño que golpeaban con tanta fuerza que desgarraron la lona de la tienda de Rafa y tuvimos que quedarnos diez personas en una tienda para cuatro. Lo peor vino cuando el agua se empezó a filtrar por debajo de nuestro refugio, lo que en una playa quiere decir que estás situado justo en una zona donde el agua baja y estás a merced de una posible riada. Salimos como pudimos para desmontar el campamento entre granizos, quejas y gritos, si bien Jandrín lo hizo para ver que nada la pasara a la tienda pues, según lo que confesó de camino a casa, parecía que ésta era el miembro de la familia más querido por su madre.
Es por todo esto que, ratifico de nueva cuenta, mi agradecimiento a mi padre por ser un hombre convencional al que le basta el sillón, la cerveza y la botana -y no de la traicionera naturaleza- para sostener la mejor de las pláticas posibles.
Totalmente de acuerdo. Yo también soy un ente citadino que sufre con el contacto con la naturaleza. Odio los bichos, insectos o como gusten llamarles. Odio, también, la comezón que me da el pasto y la alergia que me da el Sol. Prefiero, por mucho, un hotel cómodo, con palapitas y camastros para tomar el Sol y para poder huir de él cuando lo desee.
ResponderEliminarHola,
ResponderEliminarLlegue a tu blog porque estuve viendo fotos de Paco Díaz en su facebook y te vi en una, y me quedé pensando... será ??? Luego de leer tu blog, creo que te conozco por Susana. También estudié historia, acabo de terminar, y le tengo gran cariño a Susana, me dio gusto encontrarte por esa casualidad. Yo conozco a Paco desde la secundaria y ahora que me casé el tomó las fotos. Ya sé que es un lugar común, pero me las casualidades y lo pequeño que es el sur de la ciudad de méxico nunca dejan de sorprenderme.
Saludos
Hola, Marie:
ResponderEliminarPues si que es pequeño el mundo. Imagino que habrás estudiado en El Helénico, ¿verdad? Paco es un tpiazo, así que si lo vuelves a ver dale un abrazote de mi parte.
Saludos