Caminaba por el zócalo de la capital cuando vi un tablero electrónico que mostraba los días que faltan para que se cumplieran los doscientos años del inicio de la guerra de independencia y los cien de la Revolución mexicana. Si bien ambas son citas importantes con nuestra historia, he de confesar que al pensar en ellas no me invade bingún espíritu festivo. Por el contrario, por más vueltas que le doy al asunto termino con un mal sabor de boca.
Creo, además, que no soy el único. Basta ver la triste historia de la comisión de festejos que el gobierno federal para darse cuenta de que nos encontramos más ante una "papa caliente" que un motivo de orgullo. La presidencia del organismo pasó de mano en mano hasta caer en Federico Villapando, un abogado megalómano con aires de historiador que vive más de la apariencia y el "rollo" que de los hechos.
En particular me resulta extraño, y en extremo difícil, conciliar mi día a día, y el de todos aquellos que vivimos en este país, con dos hechos pasados sin preguntarme: ¿para qué carajos sirvieron? Lamentablemente sigo sin encontrar una respuesta satisfactoria.
Más allá de las recientes disputas que rodearon a los debates presupuestarios y de los cuestionamientos que hoy se centran en las figuras del presidente y de la clase política, en este país ha imperado el desánimo desde hace mucho tiempo. No es un asunto de votos, de partiudos o de políticos; por el contrario, se trata de algo más serio y profundo, se trata de frustración.
Generaciones y generaciones de mexicanos hemos visto pasar nuestra existencia en el "país del mañana"; es decir, en una nación donde siempre se ha dicho que debemos apretarnos el cinturón para que nuestros hijos y nietos puedan vivir mejor, que el sacrificio de nuestros bolsillos, y en consecuencia de nuestros anhelos y deseos, es nuestra manera de colaborar activamente en la construcción de un mejor México; que el porvenir no llega por sí sólo pues debe edificar cediendo una parte de la libertad y las aspiraciones de cada uno de los mexicanos.
Yo me frustro porque veo que después de tantos sacrificios el país no va hacia ningún lado, navega a la deriva y sin rumbo fijo, tal como sucede desde 1821 y me siento como Bill Murray en Groundhog day, película en la que sin importar lo que hiciera su personaje, siempre vivía el mismo día. La única diferencia es que, contrario a lo que sucede en el film, en México el final feliz no llegará.
Así, pues, festejemos el bicentenario y el centenario, sigamos viviendo en el "país del futuro"; en la nación del sacrificio perenne; en el México recién emancipado que se nos oculta bajo el disfraz de la modernidad y del siglo XXI, y, como si se tratara de "El Titánic", que cada uno procure ser feliz como pueda...