En el salón de he aprendido muchas más cosas de las que jamás hubiera pensado y he escuchado otras que jamás hubiera querido saber. He conocido tantas personas que mi limitada memoria es incapaz de recordar todos sus nombres, lo que es motivo de una de mis mayores vergüenzas. En todo estos años me he hecho de algunos amigos buenos, de algunos enemigos manifiestos y de otros que perteneciendo al primer grupo optaron por pasarse al segundo.
Han sido días que se han convertido en semanas, meses y años sin darme cuenta; días en los que vienen a mi recuerdos de mi época de estudiante; días en los que me veo en el espejo de mis profesores para tomar lo bueno y evitar lo malo, siempre en la medida de lo posible. Como cualquier persona que ha puesto un pie en el salón de clases, me he topado con maestros de todo tipo. Honestos, sencillos, divas, tranzas, simpáticos, comprometidos, chambistas, ojetes, agradables, improvisados, cultos, perros, barcos, justos e injustos.
De ellos aprendí a intentar ser justo en el trato con mis alumnos, en particular al momento de evaluarlos. Algunos fueron ejemplo claro de ello, como aquella doctora en historia que le dijo a un compañero de la maestría, tras preguntarle de qué trataba la lectura de esa sesión, que si no había leído que al menos no le quisiera ver la cara con improvisaciones; o cuando un profesor muy querido del posgrado me confesó que se le caía la cara de vergüenza con nosotros por el curso que nos estaba dando (no era para menos pues le exigieron que lo impartiera con menos de dos días de antelación). Hubo otro, de literatura en preparatoria, que de tanto decirnos que nos reveláramos contra todo tipo de injusticias, terminó siendo despedido sin que siquiera nos reveláramos.
En cambio, conocí otros cuyo ejemplo me bastó para saber qué camino no seguir. En secundaria el maestro de física tuvo la puntada de ponerle 10 a un compañero cuando este le contestó que "un haz de electrones era el más fregón de los electrones", en tanto que la de literatura reprobó a un compañero por contestarle "que el autor de El Principito era Chespirito". En preparatoria tuvimos uno de humanidades que cada vez que tenía un arranque bíblico nos decía que "darnos clase era como echarle margaritas a los cerdos". La universidad no estuvo exenta de casos ejemplares como el de la profesora de historia moderna, que era un encanto en clase pero en exámenes desconocía hasta a su madre; el "teacher" de historia de América virreinal que basó gran parte del curso en sus anécdotas de estudiante en Alaska porque no tenía ni idea de la materia, o el doctor, uno muy reconocido por cierto, que era muy entretenido pero que no podía disimular que improvisaba todas las clases y jamás calificaba los trabajos que pedía.
Hayan sido justos o injustos, lo cierto es que a todos mis profesores les aprendí algo y debo confesar que desde que cambié el pupitre por el pizarrón, comprendo que el tema de la (in)justicia en el salón no es tan sencillo como creía.
De ellos aprendí a intentar ser justo en el trato con mis alumnos, en particular al momento de evaluarlos. Algunos fueron ejemplo claro de ello, como aquella doctora en historia que le dijo a un compañero de la maestría, tras preguntarle de qué trataba la lectura de esa sesión, que si no había leído que al menos no le quisiera ver la cara con improvisaciones; o cuando un profesor muy querido del posgrado me confesó que se le caía la cara de vergüenza con nosotros por el curso que nos estaba dando (no era para menos pues le exigieron que lo impartiera con menos de dos días de antelación). Hubo otro, de literatura en preparatoria, que de tanto decirnos que nos reveláramos contra todo tipo de injusticias, terminó siendo despedido sin que siquiera nos reveláramos.
En cambio, conocí otros cuyo ejemplo me bastó para saber qué camino no seguir. En secundaria el maestro de física tuvo la puntada de ponerle 10 a un compañero cuando este le contestó que "un haz de electrones era el más fregón de los electrones", en tanto que la de literatura reprobó a un compañero por contestarle "que el autor de El Principito era Chespirito". En preparatoria tuvimos uno de humanidades que cada vez que tenía un arranque bíblico nos decía que "darnos clase era como echarle margaritas a los cerdos". La universidad no estuvo exenta de casos ejemplares como el de la profesora de historia moderna, que era un encanto en clase pero en exámenes desconocía hasta a su madre; el "teacher" de historia de América virreinal que basó gran parte del curso en sus anécdotas de estudiante en Alaska porque no tenía ni idea de la materia, o el doctor, uno muy reconocido por cierto, que era muy entretenido pero que no podía disimular que improvisaba todas las clases y jamás calificaba los trabajos que pedía.
Hayan sido justos o injustos, lo cierto es que a todos mis profesores les aprendí algo y debo confesar que desde que cambié el pupitre por el pizarrón, comprendo que el tema de la (in)justicia en el salón no es tan sencillo como creía.