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jueves, 9 de julio de 2009

Mi visita a Las Ventas

Tiempo atrás supe que tendría que ir a Madrid el mes de junio para presentar el DEA; sin embargo, poco antes de mi partida, el viaje se tornaría más interesante.

Había escrito a mi profesor José Miguel Sánchez Vigil para ver si podíamos vernos un rato para comer o, al menos, tomar un café. A él lo conocí en febrero del año 2008 cuando me dio un breve curso sobre fotografía, al tiempo que una visita increíble a la Agencia EFE. Dos meses más tarde tuve la oportunidad de verle aquí y llevarlo de paseo por los alrededores de la Plaza México. Y es que desde el inicio supe que una de sus pasiones eran los toros y, en particular, la fotografía taurina, de la que me consta que es un verdadero artista.

Con un deje de generosidad nunca antes vivida en carne propia, José Miguel me volteó la tortilla al ofrecerse a pasar por mi al areopuerto, a llevarme a mi hospedaje y, más importante aún, regalarme una tarde en Las Ventas. ¿Cómo negarme a tales atenciones? ¡Imposible!

Me considero un privilegiado por haber ido a Las Ventas, cierto, pero también por contar con la guía de un "Virgilio de la tauromaquia" que lo mismo conoce la historia del coso que la de quienes la habitan corrida tras corrida. Un artista plástico, varios colegas fotógrafos, una mujer que canta y baila en plena faena, unos varilargueros interesados en picar... pero de otro modo, así como las hordas de turistas son a penas una muestra de este microcosmos en el que irrumpí el último domingo de junio.

Gracias a mi Virgilio logré adentrarme en las entrañas de la Plaza de Toros y pisar ese lugar sacro que es el patio de cuadrillas. La sensación fue extraña, hasta contradictoria, podría asegurar. Por un lado estaban los subalternos que, agrupados en sus respectivas cuadrillas, platicaban en corto y reían como si con ello quisieran calmar los nervios; por el otro, los matadores que interrumpían de vez en vez su concentración y su improvisado "toreo de salón" para dejarse fotografiar con propios y extraños. Mientras me tomaban la foto con Fernando Robleño, pensé que el hecho era un tanto extraño, hasta morboso, pues estaba a lado de alguien que en pocos instantes iba a dejar todo, hasta la vida misma, en el ruedo.

Los toros carecen de palabra de honor, y los de la corrida del 28 de junio pasado, de tan malos que fueron, no la tuvieron. Sin embargo, ello no importa cuando se tiene la posibilidad de verlos en Las Ventas y, más aún, en esa primerísima fila donde uno sueña, aunque sea por un momento, en que empuña el estoque justo en ese momento donde la vida y la muerte, la gloria y el infortunio, se besan.

No tengo palabras suficientes para agradecer a Juan Miguel Sánchez Vigil por la generosidad mostrada tanto en el coso madrileño como en la facultad el día del DEA. Por todo ello, ¡muchas gracias, amigo!