Hace varios días que estoy afónico. El jueves, en particular, fue uno de lo peores pues tenía la garganta semi cerrada, aunque viernes y sábado la historia no fue muy distinta.
Aparentemente la historia viene de tiempo atrás, de una bronquitis vacacional que, en aparciencia, se curó y que en realidad nada más se atarantó un par de días para regresar con la misma intensidad. Sin embargo, y si he de ser sincero, estoy convencido de que esta no es la verdad.
Aquí hay dos culpables: el maldito estrés y mi dificultad para canalizarlo, contenerlo y manejarlo. Es mi compañero desde hace un mes, pero el muy canijo a veces se oculta y, en otras, se manifiesta de manera repentina y traicionera. Cuando ello sucede, empiezo a sudar, el corazón se me acelera, paseo las manos por el pelo y sólo tengo cabeza para ello; además, adopto un gesto de preocupación y suelo responder con monosílabos y con un aparente desinterés. Horas o días después, me tranquilizo y recupero la calma
Terencio decía: "Hombre soy, y nada de los humano me es ajeno", frase lapidaria en mi caso, pues aunque sé como solucionar la situación, me me costó mucho trabajo tomar los arrestos para hacerlo. El punto de partida es simple: para terminar con el mal, se debe acabar con la fuente que lo produce. Frase tan grande como el universo pero difícil de aplicar si uno se obsesiona con los "daños colaterales" y las pérdidas que sus decisiones pueden acarrear.
Pero toda duda queda despejada cuando el cuerpo empieza a quejarse, a veces de manera muy sútil, con un refriado o un amago de bronquitis, y en otras de forma tan bestial que hasta te premia con un "viaje todo pagado" al otro barrio. Y sólo entonces me da por ver mi vida como si se tratara de una obra de teatro y yo un espectador en primera fila y me doy cuenta de que me sigo tomando la vida muy en serio, como el buen Claudio siempre me lo ha dicho, y de que nada es para tanto no es tan sólo una mera frase, es una filosofía de vida...