Dicen los psicólogos que los traumas que más nos marcan como seres humanos son aquellos que tenemos en la infancia y aunque no son necesariamente una cadena perpetua, lo cierto es que hay algunos que requieren de verdaderos exorcismos para liberarnos de ellos. Confieso que tengo uno que viene desde mi tierna infancia, uno que se remite a los 7 años y que me sigue atormentando, uno cuyo origen no atribuyo a mis padres –que me perdone Freud– sino a Álvaro Obregón y su méndiga mano.
En el México de mediados de los años setenta del siglo pasado la Revolución lo era todo: motor de la felicidad nacional, principio y fin de nuestra existencia como nación, fuente de agradecimiento eterno hacia quienes pelearon y murieron en ella, génesis de una gran familia que había decidido perpetuarse en el poder por el bien de los mexicanos y auténtica pesadilla para muchos niños que no entendíamos absolutamente nada de ella.
Como parte de este circo los alumnos de primaria éramos llevados una vez al año al Parque de La Bombilla para visitar el monumento a Álvaro Obregón. Era una peregrinación parecida a la que realizan los musulmanes cuando visitan La Meca, sólo que aquí en vez de venerar a una piedra venerábamos algo más que el recuerdo de un prócer de la patria.
Recuerdo que aquel recinto me impresionó por sus dimensiones colosales y por la blancura de sus paredes y piso, pero me desilusionó la sencillez de su interior. Había ido con la idea de visitar un museo –así nos lo había hecho creer nuestra maestra– y me encontré con un recinto que era vivo testimonio de la austeridad revolucionaria. ¡Menudo fraude!
Sin embargo, pronto descubriría a la mala que aquello no era ni museo ni espacio ordinario, más bien se asemejaba a un circo del horror. En una parte del pasillo vi cómo mis compañeros ahogaban algunos gritos y risas nerviosas mientras se apelmazaban en un círculo que crecía poco a poco. Algo bueno debe estar pasando ahí, pensé, para que el “buleador” oficial del grupo estuviera ahí. Ni tardo ni perezoso me abrí paso como Dios y mis codos me dieron a entender hasta que al fin me encontré cara a cara con el origen del alboroto: un frasco lleno de formol en cuyo interior había una mano blanquecina con las uñas perfectamente cortadas y los dedos contraídos de tal forma que parecía que guardaban celosamente un tesoro. En la parte posterior se desprendía una serie de hilillos que guardaban un parecido perturbador con espaguetis bañados en crema.
El encuentro con este legado orgánico de la Revolución mexicana me tomó por sorpresa. Era evidente que aquel objeto me causaba repulsión pero tampoco podía quitarle la mirada de encima. Me hubiera podido quedar así por horas, de no ser porque al poco tiempo empecé a sudar frío y sentí que todo me daba vueltas. Con la ayuda de un compañero salí del recinto, me senté en las escaleras y poco a poco recuperé la compostura.
Debut y despedida. Juré que nunca más volvería a poner un pie en ese monumento en lo que quedaba de vida. Y así ha sido, sin importar que en 1989 la familia de Obregón tomara la sabia, y necesaria, decisión de retirar de exhibición la mano para cremarla y poner en su lugar una réplica de bronce. Aún así no me confío, por lo que cada vez que camino por el Parque de la Bombilla rodeo todo lo que sea necesario para evitar el monumento, pues tal como lo dijo el Freud mexicano “allí me hiere el recuerdo”.