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lunes, 13 de julio de 2015

Antihispanismo inoculado

Cuando tenía seis años era un neoindigenista hecho y derecho. Odiaba a los españoles porque, según me dijo mi maestra, los malditos españoles le habían quemado los pies al noble Cuauhtémoc por su maldita codicia. Sí, me negaba a personar a los españoles porque habían ocupado estas tierras, oprimido a sus pobladores y expoliado sus riquezas... ¡Malditos bastardos!

Corrían los tiempos del echeverrismo y yo no hacía más que sumarme a ellos y vivirlos con la intensidad propia de quien ha sufrido una injusticia atávica. Este hubiera sido un comportamiento normal para muchos, pero no en mi caso por dos motivos: mis padres eran españoles y estudiaba en el Colegio Madrid (fundado en 1941 por los exiliados españoles en México). 

Como mi papá se acababa de naturalizar como mexicano, enfocaba toda la ira de mi enojo neoindigenista en mi mamá. Le decía, y cito textualmente, "regrésate con el señor Franco" (menudo favor le hacía a ese bicho anteponiendo a su nombre la palabra "señor"), "¿por que los tuyos le quemaron los pies a Cuauhtémoc?" y otras imbecilidades que le arrancaban muchas sonrisas y algunas carcajadas.

Sin embargo, lo que en verdad le preocupaba era el origen de mi antihispanismo. No le fue difícil llegar a la conclusión de que éste se hallaba en la escuela. Su sorpresa fue mayúscula pues si bien ella era franquista y el colegio tenía algunas puntadas que sencillamente la podían sacar de quicio (como que nos enseñaran que la bandera española era la republicana), una parte fundamental de su ideario era fomentar entre sus alumnos el amor a España y a México.

El origen del problema resultó ser Carmen, mi maestra. Era una mujer bajita y regordeta que carecía tanto del sentido del humor como del de la estética. Se teñía el pelo de un color negro azabache que marcaba más las arrugas de su cara y que era un recordatorio constante de que sus mejores años eran cosa del pasado lejano.

Jamás se mostró agradable o tuvo palabras de aliento para nosotros. Era de la vieja guardia. Parece ser que se formó en esa escuela en la que felicitar al alumnos era muestra de debilidad mientras que reprocharle el error era parte de su deber. Se educó como pedagoga en una época en la que la historia oficial se centraba los aspectos negativos de la conquista española y atribuía a ésta todos los males que padeció México una vez consumada su independencia. Así, para ella era muy natural no perder la oportunidad para restregárnoslo en la cara y para narrarnos varias ocasiones, y con lujo de detalles todos los suplicios que los españoles aplicaron a los indígenas en plena orgía de barbarie y codicia. 

A reserva de lo anterior, reconozco que también tenía motivos de sobra para ser más amarga que el agua quinada. Más de una vez nos confesó que por las tardes trabajaba por necesidad en una primaria oficial lejana, con grupos grandes y alumnos que en su mayoría padecían los estragos del hambre crónica y del maltrato familiar.