Esta semana se cumplieron 27 años de que el transbordador espacial Challenger explotó al poco tiempo de haber despegado. Aunque me encontraba en el colegio, la noticia logró filtrarse, lo que representaba un logro especial en un tiempo en el que los teléfonos celulares, las redes redes y el ciberespacio era más cosa de la ciencia ficción que de la realidad, al menos de la mía.
Ese día los cortes informativos fueron abundantes y los noticiarios cedieron todo su tiempo a repetir sin césar la imagen de la explosión del orbitador. Reconozco que tenía algo de hipnótico observar como una sólida y pesada máquina se desintegraba en segundos y como, a la distancia, los cohetes de que lo transportaban dejaron de dibujar franjas paralelas en el cielo para esbozar una especie de alacrán.
La noticia me impactó, lo mismo que a mi amigo Juan Guillermo. No era para menos si considero que fue la primera vez que atestigüé el tránsito de la vida a la muerte, en este caso tan fugaz, que supongo que los astronautas ni siquiera se enteraron de lo que les sucedió...
Como consecuencia de lo anterior, me empezó a llamar la atención el tema de los viajes especiales y empecé a preguntarme cómo se sentiría viajar más allá de la tierra y pasar un largo rato (aunque no tanto como aquel pobre cosmonauta que estaba en el espacio cuando desapareció la Unión Soviética por lo que tardaron casi un año en traerlo de vuelta) sin gravedad, ni arriba o abajo; dándole la vuelta completa a la tierra cada 90 minutos e intentando observar las estrellas desde una pequeña escotilla.
Lo cierto es que vivimos en un mundo contradictorio en el que al tiempo en el que la NASA abandona el programa de los transbordadores espaciales, las oportunidades de que más personas puedan visitar el espacio. No obstante lo anterior, no estoy alegre pues mi problema no queda resuleto: si antes era la falta de oportunidades, ahora es la falta de dinero.
En fin, parece ser que nada me da gusto una vez más, ¿verdad?
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