miércoles, 29 de agosto de 2012

La (in)justicia en el salón


He cumplido veintiún años como profesor. Conozco a gente más o menos de mi rodada que puede presumir de llevar más tiempo en el oficio y de hacerlo mejor; sin embargo, para mí ha sido un auténtico logro si consideramos que cuando empecé la carrera en mis proyectos no entraba el de ser profesor.

En el salón de he aprendido muchas más cosas de las que jamás hubiera pensado y he escuchado otras que jamás hubiera querido saber. He conocido tantas personas que mi limitada memoria es incapaz de recordar todos sus nombres, lo que es motivo de una de mis mayores vergüenzas. En todo estos años me he hecho de algunos amigos buenos, de algunos enemigos manifiestos y de otros que perteneciendo al primer grupo optaron por pasarse al segundo.

Han sido días que se han convertido en semanas, meses y años sin darme cuenta; días en los que vienen a mi recuerdos de mi época de estudiante; días en los que me veo en el espejo de mis profesores para tomar lo bueno y evitar lo malo, siempre en la medida de lo posible. Como cualquier persona que ha puesto un pie en el salón de clases, me he topado con maestros de todo tipo. Honestos, sencillos, divas, tranzas, simpáticos, comprometidos, chambistas, ojetes, agradables, improvisados, cultos, perros, barcos, justos e injustos.

De ellos aprendí a intentar ser justo en el trato con mis alumnos, en particular al momento de evaluarlos. Algunos fueron ejemplo claro de ello, como aquella doctora en historia que le dijo a un compañero de la maestría, tras preguntarle de qué trataba la lectura de esa sesión, que si no había leído que al menos no le quisiera ver la cara con improvisaciones; o cuando un profesor muy querido del posgrado me confesó que se le caía la cara de vergüenza con nosotros por el curso que nos estaba dando (no era para menos pues le exigieron  que lo impartiera con menos de dos días de antelación). Hubo otro, de literatura en preparatoria, que de tanto decirnos que nos reveláramos contra todo tipo de injusticias, terminó siendo despedido sin que siquiera nos reveláramos.

En cambio, conocí otros cuyo ejemplo me bastó para saber qué camino no seguir. En secundaria el maestro de física tuvo la puntada de ponerle 10 a un compañero cuando este le contestó que "un haz de electrones era el más fregón de los electrones", en tanto que la de literatura reprobó a un compañero por contestarle "que el autor de El Principito era Chespirito". En preparatoria tuvimos uno de humanidades que cada vez que tenía un arranque bíblico nos decía que "darnos clase era como echarle margaritas a los cerdos". La universidad no estuvo exenta de casos ejemplares como el de la profesora de historia moderna, que era un encanto en clase pero en exámenes desconocía hasta a su madre; el "teacher" de historia de América virreinal que basó gran parte del curso en sus anécdotas de estudiante en Alaska porque no tenía ni idea de la materia, o el doctor, uno muy reconocido por cierto, que era muy entretenido pero que no podía disimular que improvisaba todas las clases y jamás calificaba los trabajos que pedía.

Hayan sido justos o injustos, lo cierto es que a todos mis profesores les aprendí algo y debo confesar que desde que cambié el pupitre por el pizarrón, comprendo que el tema de la (in)justicia en el salón no es tan sencillo como creía.

domingo, 19 de agosto de 2012

Entre los hot cakes y la escuela


Hoy por la mañana desayuné unos sabrosísimos "hot cakes" caseros. Es una tradición que poco ha poco se ha ido instituyendo en casa desde hace poco menos de dos meses y por insistencia de mi hija. 

Los de hoy pintaban para ser un completo desastre. Como los preparé aún medio dormido, mezclé los ingredientes con tal desorden que ni aunque lo hubiera querido hacer a propósito lo habría hecho tan mal. Dicen que en matemáticas el orden de los factores no altera el producto..., pero en la cocina esta axioma no aplica.

Finalmente quedó todo en un susto. De hecho, los "hot cakes" tenían buena pinta, consistencia y, más importante aún, sabor. De hecho, fue esto último lo que me conmovió pues me hizo recordar mi infancia pues después de masticar el primer trozo supe que sabían igual a los que mi madre preparaba.

Ella era una aficionada consumada a los "hot cakes". El vicio, porque hubo un tiempo en el que realmente lo fue, lo adquirió en España con un platillo similar que se llama "tortitas" (más pequeñas y acompañadas con nata montada y miel de maple), si bien aquí encontró la gloria con esa especie de "tortitas" tamaño gigante.

Y vaya que si los "hot cakes" obraban milagros en ella. Tardó muchos años en animarse a cocinar, pero eso sí, cuando se trataba de este platillo, le perdía la animadversión a la cocina y no paraba de trabajar hasta que salía con una fuente llena de esta delicia.

Recuerdo que me encantaba cenarlos (así nos las gastamos en mi familia). Mamá y yo nos bajábamos a la sala para untarles la mantquellia, chorrearlos con miel de maple y partirlos en trozos irregulares. Mientras los devorábamos, veíamos la tele (casi siempre nos tocaba la serie "Mi bella genio") y platicábamos de tontería y media. La verdad es que nos la pasábamos muy bien.

Con el tiempo perdimos esta tradición, lo que no fue malo pues poco a poco a mi mamá le dio por entrarle a la cocina. Tenía buena mano para hacer la comida y esta le quedaba bien, salvo cuando le daba por innovar el repertorio culinario. Entonces ahí si a temblar pues se trataba de una especie de ruleta rusa en donde había las mismas posibilidades que le quedaran buenísimos o de terror. ¡Esas eran sorpresas y no tonterías!

Ahora que el día ha pasado, creo que había algo más que la comida y sus sabores. Hoy es la noche previa a la entrada de los niños a la escuela. Para mi era la peor de las noches, era saber que en unas cuantas horas viviría en carne propia la peor de las pesadilla. Y mi mamá lo sabía, tanto así que al acostarme me decía al oído que me quedara tranquilo pues ella sabía que me iba a ir muy bien. Jamás dejó de repetírmelo cada vez que yo tenía que iniciar un ciclo...