Es curioso. En tanto mis padres estaban solteros, cada 31 de diciembre acostumbraban cenar en casa y salir a recibir el nuevo año entre familiares y amigos; sin embargo, al casarse, y por motivos que desconozco, decidieron celebrar la llegada del nuevo año resguardados en su hogar.
Así, y en tanto que la casa siempre estaba repleta en noche buena siempre, los comensales de la cena de noche vieja tan sólo éramos mi madre, mi abuela, mi padre -cuando su trabajo se lo permitía- y yo. Jamás llégabamos a escuchar las doce campanadas y, en realidad, aquel podía pasar como un día ordinario de no ser por los deliciosos platoillos que mí abuela y madre preparaban.
Cuando mí padre se jubiló, las cosas cambiaron. Después de cenar, nos dio por "disfrazarnos" con cualquier prensa que encontrábamos, bailar al ritmo de Juan Legido y "Los Churumbeles", cantar las canciones que reconocíamos en la radio y reirnos como verdaderos locos hasta las dos o tres de la madrugada. Entonces dejé de extrañar la Nochebuena con la casa llena de bote en bote y empecé a gustar de las celebraciones de fi8n de año por ser pequeñas al tiempo que sabrosas.
Al día de hoy considero que esa es una buena manera de despedir al año y de recibir a su sucesor. Creo que si uno baila, ríe, se divierte y se la pasa genial espera que los 365 (ó 366) días siguientes le deparan un poco de lo mismo. Evidentemente que ello no es garantía de que uno quede al margen de enojos, malestares y desgracias; ojalá que así fuera; pero al menos es un testimonio de que se esperan cosas buenas del año que inicia y que se está en la disposición de trabajar para conseguirlas. Dicen que "lo que bien incia, bien acaba" y creo que esta no es la excepción.
Mis mejores deseos a tod@s para el 2012. .. Nos ´leemos el próximo año.
En esta tercera época, Histerietas sigue siendo ese espacio catártico donde vierto mis ansiedades, histerias, agrados, indignaciones y preocupaciones.
sábado, 31 de diciembre de 2011
miércoles, 7 de diciembre de 2011
El poder de ser sacerdote
Quienes me conocen saben que soy muy amigo de las bromas, particularmente de las pesadas. Entiendo que se trata de un juego de ida y vuelta que así como un día te toca hacerlas, al otro lees víctima de ellas.
A veces, las bromas son pesadas por lo "bestiales" que llegan a ser -enyesar el brazo a un amigo borracho y hacerle creer por dos semanas que realmente se lo rompió-, por el monto que generan -ordenar un buen número de pizzas a la pizzería más cercana y enviárselas a un amiguete- o por el disgusto que llegan a provocar -notificar un 28 de diciembre el supuesto fallecimiento de un amigo en común-.
Pero hay otras que, sin reunir tales características, son pesadas porque la gente se las cree completitas -por muy inverosímiles que parezcan- y uno jamás los sacas del error.
Hace veinte años acompañé a mí madre una misa de funeral. Entonces era hijo de familia y sólo me preocupaba por dar clases en una preparatoria y sobrellevar el dulce régimen de explotación al que me tenía sometido la Compañía de Jesús.
Dado que no conocía al difunto, el servicio fúnebre había dejado de ser pesado para tomar tintes de aburrimiento. Sin embargo, casi al final se animó bastante. Era el momento de dar la paz a las personas que se encontraban en los asientos de atrás, me encontré con una compañera de la escuela que siempre había sido la encarnación de la ingenuidad. La oportunidad era muy buena como para desperdiciarla.
Al terminar la celebración me acerqué para platicar con ella y su marido. La charla no era del otro mundo, pero iba muy bien hasta que ella me preguntó: ¿A qué te dedicas?
Antes de que me pudiera dar cuenta ya la estaba diciendo que había encontrado tardíamente mi vocación y que estudiaba el noviciado con los jesuitas; que vivía en completa clausura pero que, de manera excepcional, me había dejado salir para acompañar a mí madre a tan penosa celebración; que pronto me iba a ir a trabajar a las misiones del norte para ayudar a la gente y alcanzar mi mayor meta en la vida: ser un santo, pero a la usanza medieval.
Con cada babosada que soltaba, mi antigua compañera de escuela abría más y más los ojos hasta que al final, ella y su marido se arrodillaron y me pidieron la bendición. Yo, ni tardo ni perezoso, no tuve empacho en levantar la mano, hacer la señal de la cruz sobre sus cabezas e improvisar una serie de latinajos.
Aquello había ido demasiado lejos, aún para mí madre, quien tenía el rostro desencajado y parecía que sus ojos tenían unas ganas incontenibles de escaparse de sus órbitas. Simplemente no daba crédito de lo que acababa de presenciar. De camino a casa me increpó por lo que acababa de hacer; me reprochó -y con razón- el poco respeto que tenía por lo sagrado, y me recriminó la perversidad con la que había maquinado tal sarta de sandeces y mí negativa para confesar que todo se trataba de una bromita pesada.
Sin embargo, al final no le restó más opción que reconocer que la puntada había sido buena, en especial el momento del arrodillado, y que resultaba difícil abstenerse de tomarle el pelo a personas tan bobas (deben ser tontos perdidos si te creyeron todas esas estupideces, fueron sus palabras).
Ese fue mí debut y despedida en la materia. Aquella había sido mí broma "one hit wonder" y, por lo mismo, debía respetarla.
lunes, 5 de diciembre de 2011
Lo llamamos...
Es el final de semestre y la semana pasada fue, además, una auténtica pesadilla. Por ello quiero dejar a un lado las reflexiones sesudas para poner en su lugar este relato breve que mucho tiene que ver con los momentos que estamos viviendo y que viviremos por un buen trecho del 2012. ¡Qué lo disfruten!
En la ciudad donde vivo son muchos los que hablan de este monstruo, pero contados los que lo han visto cara a cara.
Dicen que es un mutante que cambia de forma y de color a voluntad, de ahí que sea difícil saber a ciencia cierta cómo es físicamente y, más complicado aún, lo qué está pensando. Quienes lo conocen, afirman que su modo de vida es parasitario pues gusta de apropiarse de la energía y recursos de otros seres, particularmente de aquellos que se ven obligados a desarrollar un esfuerzo físico notable para sobrevivir.
Su modus operandi siempre es igual. Seduce a sus víctimas con palabras dulces y promesas fabulosas hasta dejarlos en un estado de seminconsciencia, momento que aprovecha para adueñarse de su vigor extrayéndolo de cada uno de los orificios corporales, si bien es de destacar que muestra una especial predilección por aquel donde termina el tracto digestivo.
Hay quienes aseguran que este ser, que vive de noche y duerme de día, mora un hábitat conocido como “El Palacio”. Ahí acostumbra reunirse con otros entes iguales a él para sumar sus poderes, llevar a cabo hechizos espeluznantes y celebrar aquelarres destinados a provocar grandes males –la mayoría de las veces con éxito– a los seres humanos.
Pocos lo han visto, repito, pero todos lo conocemos, aunque sea de nombre. Y es que desde hace siglos, a esta criatura pútrida y abismal lo llamamos... diputado.
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