jueves, 22 de abril de 2010

La naturaleza y yo

Una de las cosas que más agradezco a mi padre en esta vida es que jamás quisiera llevarme a acampar. No es temor a quedarme a solas con él durante un par de días o a viajar en su compañía por largas horas pues reconozco que, pese a su parquedad, es un charlista muy entretenido.

No, el agradecimiento viene del hecho de que soy un ente urbano y muy comodino que disfruta, y mucho, de las bondades que la "civilización" ofrece. ¿Para qué montar una tienda de campaña cuando se tiene el dinero suficiente para hospedarse en un hotel u hostal decente? ¿Para que cargar con alimentos, parrillas y trastos cuando se puede pagar una rica comida en un restaurante a modo? Sé que hay mucha gente que acampa porque quieren conocer mundo y sus finanzas son estrechas, del mismo modo que conozco a otros que, pudiéndose pagar hoteles de hasta siete estrellas, lo hacen por el simple gusto de hacerlo.

Reconozco que mi juicio no es producto de un análisis meticuloso y hecho a consciencia. ¡Qué más quiera! peor aún. Estas palabras son producto de la experiencia, de tres ocasiones en las que acampé y en las que constaté, tal vez porque al definir a las dos primeras como "desastrosas" me quedaría corto, que lo mío no era estar tan cerca de la natura.

La primera ocasión sucedió en el verano de 1980, cuando mi mamá viajó a España para asistir a la boda de su primo Celso (de quien ya he hablado en otra entrada) y con ello fastidió a mi padre, un hombre que trabajaba de sol a sol y que, ahora, debía cuidar solo a un niño de 11 años que estaba de vacaciones. Una de las medidas tomadas por él fue la de inscribirme a los cursos de verano del Centro Asturiano de México, cuya actividad final era irse de campamento por dos días a la "paradisiaca" región de Oaxtepec. Si el curso fue una verdadero martirio, el campamento fue lo que le sigue.

Pasamos dos noches ahí, la primera en un hotel que se asemejaba más a una barraca de la primera guerra mundial. Ingenuamente me quejé sin saber lo que me esperaba el siguiente día. Bajo un cielo encapotado, caminamos un par de horas hasta llegar a un descampado donde nos esperaban un par de carpas estilo circense. Nada más entrar a la que me habían asignado, empezó a llover cántaros. La desilusión inicial que sentimos varios por ver cómo los planes de la fogata nocturna se esfumaban, se transformó en miedo cundo el agua se empezó a filtrar por el suelo. Con aire de suficiencia, los monitores nos dijeron que ya tenían controlada la situación y señalaron una esquina en la que se hallaban amontonados una serie de colchones donde, supuestamente, íbamos a dormir. La solución hubiera sido muy buena de no ser porque los colchones, hechos de hule-espuma, se humedecieron rápidamente y, con ellos, nuestros sacos de dormir

Nueve años después, y tras la insistencia de algunos amigos, repetí la experiencia. En esta ocasión acampamos en la playa. Jandrín y Moro ofrecieron sus tiendas de campaña,  mientras que los demás compramos los alimentos necesarios para tres días de contacto con la naturaleza. Además,  aquellos que no quisieron sumarse a esta aventura quedaron de ir a  visitarnos el sábado...  jamás se imaginaron lo que pasaría.

Los problemas iniciaron por la noche, a la hora de cenar. Comida había de sobra, no así cubiertos, trastes ni parilla de gas para cocinar. Fue entonces cuando, a instancias de Javi, me inicié en el mundo del consumo de las salchichas crudas, gusto que hasta de hoy conservo y que a más de uno causa asco. El día siguiente fue tan vil que no tuvo empacho en traicionarnos. Inició luminoso,  con un calorcillo rico y sin una sola nube en el horizonte, aunque para el medio día el cielo se estaba encapotando. Llegaron nuestros amigos a las 4:00 de la tarde cuando lo que se veían era nubarrones un tanto amenazadores. Media hora después, vino el acabose...

Empezó a llover y con fuerza. Nos metimos en las tiendas creyendo que se trataba de aguacero, aunque, repentinamente, aquello adquirió tanta fuerza que dejó de ser un bombardeo de agua para convertirse en uno de granizo. Eran trozos del tamaño de un puño que golpeaban con tanta fuerza que desgarraron la lona de la tienda de Rafa y tuvimos que quedarnos diez personas en una tienda para cuatro. Lo peor vino cuando el agua se empezó a filtrar por debajo de nuestro refugio, lo que en una playa quiere decir que estás situado justo en una zona donde el agua baja y estás a merced de una posible riada. Salimos como pudimos para desmontar el campamento entre granizos, quejas y gritos, si bien Jandrín lo hizo para ver que nada la pasara a la tienda pues, según lo que confesó de camino a casa, parecía que ésta era el miembro de la familia más querido por su madre.

Es por todo esto que, ratifico de nueva cuenta, mi agradecimiento a mi padre por ser un hombre convencional al que le basta el sillón, la cerveza y la botana -y no de la  traicionera naturaleza- para sostener la mejor de las pláticas posibles.


domingo, 11 de abril de 2010

¡Maldito estrés!

Hace varios días que estoy afónico. El jueves, en particular, fue uno de lo peores pues tenía la garganta semi cerrada, aunque viernes y sábado la historia no fue muy distinta.

Aparentemente la historia viene de tiempo atrás, de una bronquitis vacacional que, en aparciencia, se curó y que en realidad nada más se atarantó un par de días para regresar con la misma intensidad. Sin embargo,  y si he de ser sincero, estoy convencido de que esta no es la verdad.

Aquí hay dos culpables: el maldito estrés y  mi dificultad para canalizarlo, contenerlo y manejarlo. Es mi compañero desde hace un mes, pero el muy canijo a veces se oculta y, en otras, se manifiesta de manera repentina y traicionera. Cuando ello sucede, empiezo a sudar, el corazón se me acelera, paseo las manos por el pelo y sólo tengo cabeza para ello; además, adopto un gesto de preocupación y suelo responder con monosílabos y con un aparente desinterés. Horas o días después, me tranquilizo y recupero la calma

Terencio decía: "Hombre soy, y nada de los humano me es ajeno", frase lapidaria en mi caso, pues aunque sé como solucionar la situación, me me costó mucho trabajo tomar los arrestos para hacerlo. El punto de partida es simple: para terminar con el mal, se debe acabar con la fuente que lo produce. Frase tan grande como el universo pero difícil de aplicar si uno se obsesiona con los "daños colaterales" y las pérdidas que sus decisiones pueden acarrear.

Pero toda duda queda despejada cuando el cuerpo empieza a quejarse, a veces de manera muy sútil, con un refriado o un amago de bronquitis, y en otras de forma tan bestial que hasta te premia con un "viaje todo pagado" al otro barrio. Y sólo entonces me da por ver mi vida como si se tratara de una obra de teatro y yo un espectador en primera fila y me doy cuenta de que me  sigo tomando la vida muy en serio, como el buen Claudio siempre me lo ha dicho, y de que  nada es para tanto no es tan sólo una mera frase, es una filosofía de vida...